Mi madre subía a la Mola todos los domingos, se comía una tortilla con pan con tomate en el peculiar restaurante de la cima y se iba de excursión unas horas. Algún domingo de hace casi dos décadas, cuando mis hijos eran pequeños, los metía en una mochila y subíamos a ver a la abuela que, obviamente, nos pagaba el desayuno. Con esto advierto que tengo una relación sentimental con el lugar y pienso que, si todavía estuviera aquí, mi santa madre estaría indignada. Este jueves, el concejal de Cultura de Mataró, Xesco Gomar, quien se ve que es, como diputado del PSC, responsable del Àrea d’Espais Naturals de la Diputació de Barcelona, y el alcalde de Matadepera, Guillem Montagut, de la agrupación SOM, anunciaron de forma oficial el cierre del restaurante, pese a las 14.000 firmas en contra presentadas. Ambos se acompañaron de un tríptico que podría haber hecho un niño en un fin de semana, con los argumentos contundentes para cerrar el servicio de restauración: “el transporte de alimentos, agua, residuos y utensilios se realiza (sic) con animales de carga por el camino dels Monjos. El tráfico constante de estos animales y la elevada frecuentación de visitantes han incidido en la erosión del firme, con impactos negativos en los ecosistemas naturales”. Francamente, después de casi 60 años de vida del restaurante, se merecían mejores argumentos.

El argumento para cerrar el restaurante es que atrae a demasiados visitantes

O sea, que la culpa es de los burros que suben la comida hasta la cima. Aparte de lo ya gastado de que se nos mean en la cara y dicen que llueve, lo peor es el argumento de “la elevada frecuentación de visitantes”, una fórmula absurda de decir que sube demasiada gente. Caramba. Es decir, quieren un parque natural para que la gente mire su silueta desde lejos. El argumento para cerrar el restaurante es que atrae a demasiados visitantes, porque, claro, ahora la gente dejará de subir a la Mola, algo mucho más sano que una larga lista de cosas que se me ocurren. Un apunte. Comer en el restaurante de la Mola no es barato. Justamente porque es difícil subir la comida. Pongamos, venga va, unos 25 euros de media. Si dice que a la Mola suben 177.000 visitantes anuales, si todos fueran al restaurante, el negocio facturaría 4 millones y medio de euros cada año, más del doble de lo que, justamente ahora, dicen los de la Diputación que invertirán en un “plan de futuro sostenible”. Por cierto, de estos dos millones, 240.000 euros los destinan a "mejorar" los aparcamientos del Coll d’Estenalles y la Alzina del Satlari "para implementar reserva previa". El resultado será que acabarán haciendo pagar por aparcar, primero. Y, lo acabaremos viendo, para acceder al parque después.

Bien, el caso es que quieren que vaya menos gente al parque de Sant Llorenç en general, y a la Mola en particular. A ver si lo consiguen. Porque otro de los argumentos es que "la depuradora de aguas residuales debe absorber un volumen muy superior a sus capacidades", pero, en cambio, han anunciado que se mantendrá el servicio de lavabos, algo que uno encuentra un tanto absurdo en medio de la montaña. Total, que entre unos señores que deciden cosas en un despacho en nombre de la sostenibilidad y otros que creen que la montaña es suya, acabarán degradando un espacio –tiempo al tiempo- que ahora los responsables del restaurante, la familia Gimferrer, se encargaba de mantener. Pero ya saben que, según Marx (Groucho), la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un falso diagnóstico y aplicar soluciones equivocadas. Sostenible, dicen en el pueblo con el modelo urbanístico menos sostenible que existe...