Barcelona vive muchas contradicciones. Sufrimos el hecho de ser una gran urbe europea con un área metropolitana desguazada y sin vertebración. Tenemos un traspaís que es una nación pero no nos acabamos de creer que somos su capital porque no tenemos un Estado. Lideramos el Mediterráneo sin saber muy bien por qué hemos acabado siendo la metrópoli de nuestro mar. Somos una de las ciudades más populares para los turistas, pero la realidad es que el turismo nos ha salido carillo. La calidad de vida es excelente y sin embargo los barceloneses arrastran unas caras muy largas. Nos creemos los ricos de España mientras situamos nuestro espejo en la península Ibérica e ignoramos la dolorosa realidad de que somos pobres dentro de Europa. Por el contrario, nos pasamos el día comparándonos con el mundo con el fin de demostrarnos que somos una ciudad perfectamente comodona. Finalmente, queremos hacer la independencia y nuestra alcaldesa es el caballo de Troya de la secesión. En breve, Barcelona vive en una gran mentira.

Barcelona, en sí, se ha convertido en una de las más significantes contradicciones vivientes de Europa. Es la contradicción de una ciudad doblemente falta de capital: ni es la capital de un Estado, ni tiene el capital necesario para ser auténticamente una gran metrópoli europea.

Queremos hacer la independencia y nuestra alcaldesa es el caballo de Troya de la secesión. En breve, Barcelona vive en una gran mentira

El gran problema que encara Barcelona, una vez más, en el momento más dulce de su historia reciente es la supervivencia. Es, nuevamente, otra obscenidad de lo real que hiere la realidad cotidiana del barcelonés -y, de rebote, también la del catalán. Barcelona no puede seguir siendo Barcelona -o más, una Barcelona mejor— si no obtiene la doble palabra capital para ella. Barcelona necesita un Estado y dinero. Podría parecer que afirmar tal cosa es una obviedad. No obstante, la realidad barcelonesa impone un relato muy diferente.

De entrada, lo que el barcelonés no debe olvidar nunca —principalmente porque es su responsabilidad- es que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y su gobierno de coaliciones diversas no buscan la independencia de Catalunya. Por extensión, no buscan que Barcelona se convierta en la capital de nada. Sólo hay que recordar que la propia Colau evocó el espejo de Madrid en vez de perseguir alguna cosa de más vuelo en beneficio de Barcelona y no de Madrid. Se podría pensar que el hecho de querer que Barcelona sea capital de un Estado -o no—sólo forma parte de una lucha ideológica y política, sin ninguna otra consecuencia. El no reconocimiento de la capitalidad de Barcelona implica una limitación importante de lo que Barcelona-ciudad puede hacer o dejar de hacer, de la misma manera que ello afecta a la Barcelona-país y, en último término, a las personas que viven allí. Si no es para Barcelona, acabará siendo para Madrid, por la misma aritmética que llevó a Colau a hacer la declaración de amor al Madrid de Carmena y no, por ejemplo, al traspaís catalán. No nos sirve de nada tener un gobierno autonómico en Barcelona a favor del proyecto de la independencia si el poder político de la ciudad no participa de ello.

¿Cómo puede Catalunya perseguir su independencia si no se cuenta con Barcelona? Simplemente no se puede. Sin Barcelona no hay independencia. Y en la perspectiva no se prevé que el independentismo sea capaz de articular una estrategia para capturar a Barcelona.

Entre la persecución del capital con fobia y la burguesía extractora heredada del franquismo, Barcelona no ha encontrado su sitio bajo el sol

Ligado a la capitalidad de Barcelona, tenemos el problema del capital. Barcelona, en general, es una ciudad empobrecida, que vive de migajas, con escasos recursos financieros y sin una actividad económica que nos equipare realmente a las ciudades que querríamos ser. Buscaremos mil excusas para demostrarnos que somos una ciudad rica -no, riquísima. Pero la realidad es que la mayoría de indicadores macroeconómicos nos presentan una ciudad todavía anclada en una pobreza endémica de un sur de Europa que tendríamos que querer superar para, al mismo tiempo, poder liderarlo de verdad. Más allá de las barreras de mentalidad que habría que derribar, habría que perseguir el capital con deseo. Actualmente, perseguimos el capital con fobia y manía demostradas. Entre eso y la burguesía extractora heredada del franquismo, Barcelona no ha encontrado su sitio bajo el sol.

Otra vez, la presencia de Ada Colau es el obstáculo para alcanzar capital. El discurso de los comunes insiste en poner el énfasis político en el ciudadano y en los barrios. La narrativa de Colau es meramente estética, una digresión distractiva de una inoperancia que rompe no sólo la cohesión de la idea de ciudad única, sino que rehuye los grandes retos de Barcelona.

La atomización en los discursos populistas de barrio nos aleja de los grandes relatos de transformación de la ciudad. Si se quiere transformar alguna cosa, hay que hablar de la economía y de las clases sociales, no sólo para criticar al modelo económico de decadencia que nos supone la burbuja del turismo -o las propias burbujas que la mala política está creando, una vez más, en la vivienda. Colau tendría que hablar en clave de ciudad y de área metropolitana. Tendría que hablar de dinero y de ganar dinero, aunque después fuera para fortalecer políticas de redistribución y estado del bienestar à la socialdemócrata. En vez de vender como gran proyecto de ciudad un tranvía del que un referéndum ya liquidó, Colau podría crear realmente un proyecto de ciudad. En Nueva York, Bill De Blasio ha emprendido buenas políticas para una red de guarderías —después de ver naufragar su plan de vivienda. No es necesario que yo dé ideas a Colau de lo que Barcelona necesita; estoy seguro de que alguien más las sabrá aprovechar algún día.

Más allá de los problemas sociales de Barcelona, nos tendría que preocupar en gran manera que la ciudad no lidere ningún sector económico de relevancia, que nuestro mercado laboral dependa de un sector económico tan destructivo y falso como el turismo, y que los salarios sean tan vergonzosamente bajos. El dinero no corre en Barcelona. Podemos criticar la desigualdad de clases creciente en Estados Unidos. En Barcelona sólo nos salva el apaciguamiento social que representa el estado del bienestar. Es cierto que compartimos estos problemas con España; con todo, la falta de apoyo de un Estado -o al menos la existencia de un Estado neutral que permita los negocios de manera fluida— nos supone un lastre adicional a nuestra Catalunya-colònia.

El primer capital que debe tener Barcelona es el de ser capital del independentismo. Tiene que elaborar un proyecto de ciudad que sea el de capital país

El actual éxito de Barcelona no siempre será capaz de funcionar por la inercia de la gran fuerza de la ciudad. En algún momento habrá que dotarla de capital. El independentismo, en la errática del processisme que sufrimos desde 2012 cuando nos hemos permitido el lujo de perder a Barcelona -aunque su alcalde entonces fuera más gris que el pretérito smog de Londres - y de dejarnos crear los comunes como el verdadero desgaste del camino hacia la secesión. En la cumbre por el referéndum que Puigdemont convocó el pasado 23 de diciembre se constató como ambas derrotas nos pasan factura. No nos podemos permitir no tener Barcelona. El primer capital que debe tener Barcelona es el de ser capital del independentismo. Tiene que elaborar un proyecto de ciudad que sea el de capital país. Y a partir de aquí podremos entregarnos a la búsqueda de capital.