Este domingo fui al Teatre Maldà a ver el musical de La Ludwig Band Sant Pere el farsant. El programa presenta la obra "como una adaptación del pasaje de las tres negaciones de San Pedro según San Lucas". Dice que versiona la Biblia y que "profundiza en su componente político". El espectáculo es entretenido, a mí me tuvo atento toda la hora y media que dura y yo soy como el culo de Jaimito, sobre todo puesto en un teatro. Pero cuando salimos, le pregunté al amigo que me acompañaba:

—¿No crees que tienen el mismo problema que la mayoría de grupos o de escritores del país? No saben cómo situarse ante el poder político y acaban pareciendo la furgoneta de aquel spot tan cool de la CUP que decía: "Vamos lentos porque vamos lejos".

Mi amigo es fan suyo y quiere de darles tiempo. Pero también es fan de Bob Dylan y me contó una anécdota que puede ser útil para ayudar a evitar que el tiempo pase en balde. Resulta que Like a Rolling Stone es una canción que Dylan escribió, en buena parte, para él mismo, para explicarse cómo podía acabar si no le salía bien la apuesta artística que había hecho. La energía de los movimientos sociales se agotaba, y Dylan prefería estrellarse a su manera antes que quedar atrapado por la política y envejecer con sabor de ceniza en la boca.

El arte siempre te salva por algún lugar porque el artista se quiere salvar desesperadamente. En Catalunya, sin embargo, parece que la mayoría de los artistas tienen más pereza o más miedo de ir hasta el fondo de sus problemas que no ganas de dejar algo que dure. Es lo que ha escrito Xavier Bru de Sala en su última carta en Casablanca: "Ausiàs March tiene horror del infierno, el señorito Maragall se permite rechazar el cielo". Con Bru de Sala hablamos mucho del alma de cántaro de los escritores catalanes. No sé por qué no lo había relacionado nunca con los grupos de música del país, si hace años que pienso lo mismo.

Las creaciones de los artistas tienen consecuencias en la política, pero no se tendrían que someter nunca a los límites de sus intereses

Desde que el procés nos liberó de las viejas comedias que, entre nuestros músicos, yo solo he visto hacer el gesto de Dylan a Rosalía. La diva de Miami puede cantar en castellano sin parecer un producto porque su música te salva por otros lados. Las creaciones de los artistas tienen consecuencias en la política, pero no se tendrían que someter nunca a los límites de sus intereses. Mientras miraba el espectáculo de La Ludwig Band, y admiraba el humor pitarresco y las interpretaciones de las actrices que los acompañan, pensaba en Bruce Springsteen, en Tom Petty, en Guns N' Roses, en todos los músicos que me gustan.

La gracia de los grandes artistas es que saben cómo darse al público sin hacer media con las miserias del poder político. Llegué al rock antes que a la literatura justamente porque, aunque las letras fueran en inglés, las canciones se entendían mejor y me llegaban más adentro que los libros y los artículos de nuestros escritores. Miraba el espectáculo, pues, y pensaba que los chicos de la Ludwig no acaban de encontrar la manera de decir que sí a nada de una forma convincente. Como les pasa a la mayoría de jóvenes que conozco, parece que el procés los haya dejado traumatizados, sin fuerzas para tomarse seriamente ninguna idea o tener algún sentimiento limpio, ni siquiera para enviar a la mierda a alguien.

A pesar de que la escenografía da juego a este tipo de falsificación política de los años treinta que ha seguido a la falsificación del independentismo, de entrada la obra empieza muy bien. Cuesta de entender que los personajes lleven pañuelos de la FAI en vez de lacitos amarillos, pero dices, mira, es una licencia poética. A partir de la mitad de la obra, pero, cuando la trama ha quedado claramente planteada, todo se empieza a enredar. A la hora de la verdad, las ganas de revolcarse en la desilusión parece más fuerte que voluntad de encontrar una salida catártica. Piensas: decidme algo que no sepa, cojones, ni que sea qué pensáis de los políticos del procés.

Diría que hacía muchos años, desde antes del estallido del independentismo, que no me había tenido que proteger tanto de la mediocridad de una creación técnicamente bonita y refinada. Claro está que a mí los Manel no me han engañado nunca, y no he tenido que hacer nunca ningún esfuerzo para protegerme de su música. Lo digo con una mezcla de esperanza y de miedo. Manel eran de una época que todavía permitía que los artistas se confundieran con la clase media del país, que participaran de sus mismas hipocresías y comedias. Todo esto se ha terminado. Ya no hay manera de esconderse detrás de las faldas de Jordi Pujol o de Artur Mas, ni siquiera de Ada Colau o David Fernàndez.

No es un fenómeno que pase solo en Catalunya. Por eso los viejos rockeros no acaban de morir, e incluso Bon Jovi dice que vuelve. Pero los chicos de La Ludwig Band son demasiado jóvenes para volver de ninguna parte. Tienen un público potencial de más de dos millones de cornudos que soñaron de vivir en un país libre y han sido engañados y escarnecidos y que ya no se pueden esconder detrás de ningún harapo. Si quieren hacer algo, tendrán que hacerlo solos, superando el miedo de exponerse demasiado o de no llegar nunca a ser profetas en su tierra. Antes de buscar el aplauso sibarita de los amantes de la cosa preciosista, que piensen en los músicos catalanes de los años setenta, y que piensen por qué la Transición los liquidó.

No basta con saber cantar y escribir, tienes que estar dispuesto a romper alguna cosa. Debes tener algún sueño.