Con mucha picardía política, el presidente Emmanuel Macron acaba de impulsar una modificación constitucional para incluir el derecho al aborto en la Carta Magna francesa; un cambio que ayer mismo aprobó la Asamblea Nacional por una mayoría acaparadora de 439 votos a favor (incluida parte de la derecha radical lepenista) y solo 30 en contra. Más allá de si se celebra o no la integración de este derecho en una constitución (servidor lo aplaude, como cualquier presupuesto liberal de otorgar a las mujeres el albedrío sobre la libre disposición de su cuerpo), a nadie se le escapa que la cabriola de Macron no solo tenía como objetivo solidificar un derecho suficientemente garantizado en su país (blindándolo de tentaciones regresivas, en el caso de futuras mayorías parlamentarias conservadoras). También avisaba a los poderes regionales —y al estamento judicial— de que la fuerza legislativa recae en el poder ejecutivo que él mismo comanda.

La cabriola de Macron tiene motivos de fundamento; desde que, hará unos dos años, el Tribunal Supremo yanqui se cargó la archiconocida ley Roe v. Wade, muchos estados norteamericanos se han ejercitado en limitar el ejercicio de la interrupción del embarazo acercándolo demasiado a menudo a la prohibición casi tajante, como es el caso de Tennessee. Asuntos como el americano o el francés demuestran, lo escribía ayer mismo el Enric Vila en estas páginas, la confluencia de fuerzas entre el estamento judicial y el político en una especie de lucha perpetua de contrapoderes. Macron ha querido dar un golpe en la mesa de este magma aprobando una modificación constitucional que tiene la pericia de sustentarse en un derecho de larga tradición laica en Francia como es el de la ley Simone Veil avalada por Giscard d'Estaing. Pero el guerracivilismo español castra poder llegar a consensos similares y más todavía en referencia a Catalunya.

Sánchez no podrá sobrevivir eternamente blindando la política a base de 'macronadas' y que España sufrirá un proceso de atavismo suave en las formas pero dictatorial en el fondo

Ante asuntos como la amnistía —que los mismos socialistas españoles declaraban inconstitucional antes de las últimas elecciones generales en el Estado, como les ha recordado hace muy poco el resucitado juez Manuel Marchena con su habitual ironía— se manifiesta que el blindaje legal del ejecutivo no podrá convertirse en una especie de operación Macron. Primero, porque la amnistía no contará con un apoyo parlamentario de la derecha española (de forma muy cínica porque, en caso de estar en la situación de Sánchez, Feijóo la firmaría encantadísimo) y después porque los jueces-políticos también han demostrado que pueden blindarse en la vía unilateral de Sánchez a base de manipular los artículos de la ley penal tanto como haga falta. Con el fin de cazar a Puigdemont, el Supremo ha demostrado que incluso puede aplicarle la acusación de terrorismo, apelando a la teoría del lobo solitario que acaba causando un tsunami.

Si para algo ha servido el proceso que acabará llevando a la amnistía es para manifestar que Carles Puigdemont solo podrá indultar a Pedro Sánchez convirtiendo el ejecutivo español en un leviatán cada vez más poderoso. El Molt Honorable 130 puede justificar tanto como quiera que mantener a Sánchez en el poder es la única garantía de poder depurar un sistema judicial rígido; lo que no dice, quién sabe si por las limitaciones que implica ser convergente o porque no se da cuenta de ello, es que mantener a Sánchez puede acabar convirtiendo España en un estado todavía más totalitario que el aparato ideológico que lo reprimió el año 2017. El poder judicial continuará su trabajo contra el líder socialista e incluso rascará la moral del PSC, como demuestra el hecho de que (por misterios de la vida) las togas empiecen a escrutar las comisiones adquiridas a base de mascarillas cuando Salvador Illa era el comprador principal.

Coincido con Enric en que toda esta lucha de poderes no conseguirá ofrecer una solución "técnica" a la supervivencia de la tribu y que los jueces no tendrán ningún tipo de pudor en quedar como animales iracundos delante de sus colegas europeos, si el objetivo es impedir la independencia de Catalunya. También es cierto que Sánchez no podrá sobrevivir eternamente blindando la política a base de macronadas como la que cito en el inicio del artículo y que España sufrirá un proceso de atavismo suave en las formas pero dictatorial en el fondo. Pero no veo una implosión próxima del Estado, por mucho que acabe confrontándose en el espejo de la historia, y diría que la fragmentación del espacio convergente no responde al rédito que todavía provoca hacer el llorica ante la justicia arbitraria, sino más bien a la incapacidad de sus respectivos líderes a sustentar una idea fuerte de país y, en último término, poder.

Es cierto que, para afrontar esta lucha descarnada, el Estado ya no cuenta con la fuerza del ejército y el poder simbólico de la monarquía. También que lo tendrá cada día más difícil para comprar virreyes, como demuestra que tenga que seguir exprimiendo momias del tipo Josep Sánchez Llibre en sucursales como Foment. De hecho, todo eso se parece al preludio de una guerra donde ganará quien tenga más incentivos de hacer explotar las costuras del Estado (y por lo tanto, de la Generalitat). Diría que Sánchez no tiene problemas en ir directo en este sentido. Pero políticos catalanes con un sentido equivalente de la sangre y la gestión del caos, de momento, no veo ni uno solo a la vista. Esperaremos.