El otro día comía con un señor del Upper Diagonal, descendiente de un prohombre de Barcelona asesinado por los españoles, que ha visto la luz de unos años acá. "Por qué cuesta tanto que la gente vea que vivimos en un país ocupado", me preguntaba. "Por el mismo motivo que a ti te bautizaron con un nombre extranjero y llegaste a encontrar normal que tus padres hablaran en castellano y tus abuelos en catalán".

La mayoría de la gente sólo es capaz de discutir sobre aquello que puede asumir sin tener un ataque de angustia, es decir, sin coger miedo de sentirse absurda o aislada. Para mantener un país ocupado de forma pacífica la única cosa que tienes que hacer es conseguir que la buena gente llegue al núcleo de los problemas un par de segundos tarde, cuando ya puede decirse tranquilamente: "He hecho todo el que he podido pero no ha sido posible".

Toda la política española en Catalunya, desde que Franco murió, ha consistido en ofrecer discursos alternativos a los de la ocupación. Los políticos y los intelectuales han construido todo tipo de relatos, más o menos sutiles, que hacían oír a la gente moralmente cómoda, es decir, útil y justificada, a cambio de no poner en peligro la sacrosanta unidad de España, motivo de fondo de la guerra y de la dictadura. La enrevesada red de imágenes, prejuicios y vínculos emocionales que eso ha creado es un Laberinto de Ariadna tan profundo que es muy fácil perderse.

La política catalana, y todo el relato cultural que lo acompaña, se parece mucho al juego de espejos que Bruce Lee tiene que superar al final de la película Enter the Dragon. España se esconde detrás de un juego espeso de espejos que, en los últimos años, el país ha ido destruyendo con cada performance processista. El presidente Mas consiguió engañar casi a todo el mundo con el 9-N, pero la realidad se impuso y perdió la presidencia. Junts pel Sí también jugó con la idea del referéndum y también pagó el precio, gracias a la reacción instintiva de la gente el 1 de octubre.

Ahora es divertido ver como, atrapados en las victorias del país, los supervivientes del sistema van a buscar la carne fresca en Barcelona. Últimamente aparecen en la prensa muchos artículos sobre la ciudad. El Periódico parece que haya descubierto el Place Making. Francesc Serés y algún otro articulista han empezado series de columnas sobre la capital catalana que no que se sabe mucho hacia dónde van. Ada Colau ha traído su maragallismo engañapobres a Nueva York, como en los mejores tiempos del Ayuntamiento socialista.

Barcelona es el Jerusalén de la civilización catalana y la batalla por la conquista del Ayuntamiento promete ser una carnicería de primera. Los españoles lo intuyen a su manera y Crónica Global publicaba ayer un vídeo donde Jordi Graupera y Manuel Valls se enfrentaban a tiros en un duelo al estilo del oeste. Si Graupera no hubiera salido con la idea de las primarias, el procesismo entregaría el Ayuntamiento a Manuel Valls, como hizo Xavier Trias hace cuatro años con Ada Colau, en plena euforia processista.

Como que Barcelona lo es todo y no es nada, que diría Saladino, la cantidad de bisutería que venderán los políticos del sistema será inmensa. Para evitar el asalto al castillo lo sobarán todo hasta niveles nunca vistos. No sé si, a diferencia del 9-N y del 1 de octubre, el independentismo conseguirá una victoria limpia y clara. La imagen de Puigdemont vendiendo motos con unos pantanales de fondo llenos de mosquitos promete confusión. Por no hablar de la Crida Nacional, que parece un invento copiado de la Crida a la Solidaritat de los años 80 donde militaban Jordi Sánchez y algunos veteranos del núcleo masista. Aun así, el solo hecho de haber forzado el Estado a plantear la confrontación en Barcelona, plaza que Jordi Pujol evitó siempre para estar a buenas com Madrid, ya es un gran paso adelante.