De repente, la presidente del Congreso se levanta muy contenta del sillón eminente que tiene en la gran sala con forma de pequeño teatro. Ella está contenta y los demás políticos también están contentos y se han levantado. Venga, todos en pie, todos contentos. Unanimidad. Hace un segundo estaban contentos y sentados pero ahora ya han avanzado, ahora ya están contentos y verticales. Muy bien. Excepto, hay que decir, la diputada de la CUP que, en cambio, está contenta y alzada. Se ha levantado la sesión del nuevo parlamento. Albricias. Viva la madre que me parió. Qué superfuerte. No sé, parece que los políticos piensen alguna de estas cosas porque no paran de sonreír, venga a aplaudir y a exhibir muestras inequívocas de alegría mediterránea, que como sabe todo el mundo es como la dieta mediterránea, que se ve que es fenomenal para el cutis. Se les ve satisfechos y empiezan ellos y ellas, por un lado, y ellas con ellas, a darse besos en las mejillas. En las mejillas, en la cara. Ellos con ellos no se dan besos, que no es consuetudinario ni hay jurisprudencia al respecto, entre hombres los besitos antes quedaban como cosa de niñas y ahora quedan como cosa de mafiosos. Y es entonces, sólo entonces cuando se produce un fenómeno glorioso, un fenómeno histórico, un gran micromomento que dura un nanosegundo, un detalle que vale al menos el imperio entero de Nabucodonosor II, llamado el Grande.

Y es que dentro del cuerpo a cuerpo besucón, dentro de la mêlée, del scrum como si dijéramos, ¿verdad?, del alioli, ¿verdad?, que liga bien ligada toda la hipocresía parlamentaria, cuando van a felicitar a la nueva presidente por haber sido nombrada, se le acercan algunas personas por detrás. No por nada, sino porque por delante tiene el púlpito presidencial ese. Y como la señora Batet aún no tiene ojos en la nuca, mientras se está girando, cuando aún no se ha girado del todo, se da cuenta que sus labios amistosos, amorosos, constitucionales, sostenibles y bien pintados se han disparado en dirección equivocada. Porque entre el tumulto de políticos y políticas que se le acercan, entre la sedición de los que quieren rendirle pleitesía, se ha colado el ujier. Sí, el ujier, pobre hombre, un señor mayor vestido de almirante con unos galones bien gordos en la bocamanga, unos galones que si los viera Donald Trump los encontraría, tal vez, un pelín exagerados. El señor ujier se ha colado porque quiere hacer su trabajo servil, que para eso le pagan, y quiere ayudar a doña Meritxell a levantarse del trono, un hombre que no tiene nada que ver con la competición por los besos presidenciales. Él sólo quiere tirar del respaldo de la gran señora y la gran señora se percata y, en el último momento, dribla su morro en tiempo y forma, y como no podía ser de otra manera, besa correctamente a una persona de su clase, la clase de los electos. Qué lástima. Qué grave error.

Es una lástima porque ha perdido una ocasión de oro para el populismo más vivo. Si Gabriel Rufián no tiene ningún inconveniente en estrechar la mano de los policías nacionales que vigilan el Congreso, con la humillación que ello supone para las víctimas de la violencia policial, Meritxell Batet debería haber sido valiente, superar su clasismo, tan típico del PSC, y besar sin problemas a aquel señor, que tiene pinta de llamarse Paco. Así habría superado al ósculo entre Pablo Iglesias y Xavier Domènech, auténticamente comunista, igualito que el de Leonid Ilich Brezhnev con Erich Honecker. ¿No hubiera sido bonito ver a nuestros representantes políticos, elegidos por sufragio universal, dando la mano a los policías y a los ujieres? ¿Y para no hacer distinciones, que los besaran como se besan entre sí? Un buen muerdo en los labios de un poli antes de comenzar la sesión parlamentaria se puede justificar perfectamente. No son como nosotros. En Madrid la gente es muy simpática.