Contrariamente a los sermones de la corrección política y la banalidad, el intercambio de insultos es una altísima forma de diálogo civil. Los mediterráneos, una raza superior en casi todos los quehaceres de la humanidad, sabemos perfectamente que los tópicos, los prejuicios y hasta las injurias pueden asegurar una correctísima convivencia entre tribus. La política se parece mucho al arte de la esgrima, y en este nobilísimo deporte uno debe incluir la finta y la parada, pero, de vez en cuando, con tal de tocar al contrario necesitas la despiadada fuerza bruta del ataque. El insulto no es argumentativo, por su propia condición de significante que sólo denota y así lo disparamos en una conversación cuando ni nuestra mejor floritura verbal puede definir el asco que nos causa el rival. De hecho, la corrección ha hecho mucho más daño a la política que no la palabra que hiere.

Cuando Toni Albà insinúa (o directamente afirma) que Inés Arrimadas es una puta, no está afirmando que la líder de Ciudadanos se gane un sobresueldo vendiendo su rostro o acompañando a abuelitos al Liceo para hacerles un servicio en el palco. La capacidad creativa del insulto, y de ahí su poder, radica en la pluralidad de sugestiones que puede acoger: como hipótesis, en el caso que nos ocupa, que Arrimadas venda cuerpo y alma por un interés crematístico, que haya utilizado a los votantes catalanes para irse a Madrid rompiendo su compromiso electoral, o que cumpla la norma de su jefe de prensa cuando le aconseja argumentar poco y exhibirse como meramente superficial. De hecho, la propia Arrimadas conoce perfectamente la gracia sugestiva de injuriar, porque ella misma ha normalizado el adjetivo golpista para tachar a sus rivales de violentos. 

El error más absurdo de Albà en toda esta patochada ha sido el de disculparse de su insulto apelando a defectos de comprensión lectora, cuando su insinuación era clarísima, tratando así a los lectores de su tuit como idiotas: ello, acusar a tu público de no saber leer una bromita de parvulario, sí que me parece una fantochada mucho mayor que llamar puta a una política. De hecho, la proliferación de insultos en la política catalana es enormemente positiva, porque ha permitido aflorar libremente la represión lingüística que durante lustros ha comportado el autonomismo. Que Ciudadanos adjetive de violenta y militar la mera intención del independentismo de constituirse en estado es muy explicativo de cómo ha actuado el españolismo en este pedazo de tierra. A su vez, que por fin uno pueda acusar de cortesanos a los partidos como el de Arrimadas es una normalización a celebrar.

Lejos de ahuyentar al insulto, como así pasa con las drogas, las sociedades más avanzadas han dedicado esfuerzos a urdir un marco de juego en el que la palabra hiriente signifique libertad y no castración. En nuestra tribu, contrariamente y visto que la ofensa ha devenido deporte nacional, uno pasa mucho más tiempo lloriqueando que no dedica esfuerzos a ejercitar esa capacidad que nos regala el lenguaje; la brigada feminista de Twitter es un buen ejemplo de ello. Servidor, que es uno de los insultadores más importantes que ha dado la literatura en los últimos lustros, prefiere institucionalizar la bravuconería y quitarle hierro al asunto. Albà puede no ser el súmmum de la sutilidad, pero sólo faltaría que no pudiéramos insultar de vez en cuando a los enemigos que nos envían a alcaldables policías de Francia o confían nuestro albedrío a la Guardia Civil. Puta existencia, la nuestra.