En los numerosos reportajes que la televisión regurgita sobre la conmemoración del 17-A, presencia o condena del monarca a un lado, sorprende la cantidad de ciudadanos que reclaman atención por considerarse víctimas colaterales del atentado. Son supervivientes del ataque a La Rambla y la mayoría de ellos no sufrió ni un rasguño, pero se reivindican tocados por el impacto de la violencia y la tristeza y piden amparo al estado. Lo expresan con una frase que ha devenido una auténtica matraca cultural en Occidente: ”todavía hoy nadie de la administración se ha puesto en contacto conmigo.” Es un signo de nuestros tiempos, marcados por estados omnipresentes y abarcadores que deberían encargarse de todo, si puede ser de guisa espontánea; hasta de nuestros traumas. Si sufro un bloqueo que me impide volver a la escena del crimen, señor estado, tenga la bondad de pagarme un buen psicólogo.

El enaltecimiento de la víctima terrorista, urdida macabra y sádicamente por Aznar (que inauguró la funesta tradición de regalar trofeos y plaquitas a las familias de los asesinados por ETA), ha provocado una auténtica carrera por el reconocimiento simbólico de ser afectado en una desgracia. También contribuye a ello día a día, con una persistencia militar, el post-procés de independencia, que con la sacralización de los presos políticos y exiliados ha provocado que cualquier crítica política a los mismos se paralice de súbito apelando a su triste condición. La reivindicación del sufrir es una lucha a mano armada y, en el caso de un ataque con bajas y muertos, sólo los vivos pueden sumarse a la carrera para que el estado se lo reconozca. Es comprensible, porque la política ha hecho que los triunfadores sean vistos como unos hijos de su gran madre, mientras que los quejumbrosos y las víctimas adquieran una categoría moral y ontológica superior.

De hecho, el cambio que describo no solo afecta a los que de alguna o de otra forma sufrieron el ataque en La Rambla, sino también a los perpetradores de la carnicería. Dicho de otra forma, la sociedad del espectáculo cultureta intenta describir a los jóvenes terroristas como otras víctimas más del golpe mortal. Aquí es donde aparecen nuestros queridísimos sociólogos de la vida así en general, que urden mil y una teorías sobre como la desaparición de la clase media, la crisis económica y de valores ha influido en el hecho que unos inocentes chavales de Ripoll decidan llenar de bombas Barcelona. Eliminando la responsabilidad individual, la victimología de la cultura inventa cualquier explicación con tal de subsumir los perpetradores del mal también en la categoría de víctimas. Subsisten todas las explicaciones, insisto, menos la que apela al fundamentalismo religioso, porque ello, ya se sabe, ataca el alma de los multicultis.

El ejercicio de buscar un espacio de nuestra acción política donde no haya una sola víctima ha devenido una desiderata titánica. Si el colauismo se erigió entorno las víctimas de la avaricia bancaria en lo que toca a las ejecuciones hipotecarias, el procesismo, y espero equivocarme, no superará nunca el placer que le comporta devenir mártir de la represión española. ¿Qué ámbito de la política existe, decidme uno solo, donde alguien reclame una competencia victoriosa? ¿En qué átomo de espacio no encontráis, fatalmente, una auténtica carrera para ver quién me reconoce como víctima? ¿Dónde puedo destacar, al fin, si no soy víctima de nada?