Con el permiso de los muertos, de los moribundos, de los runners, de los profesionales del ramo de la hostelería, del pequeño y del mediano comercio, y de todos los otros animales de la tribu afectados por el coronavirus, me he convertido en un nostálgico de la fase cero y de su altísimo nivel de silenciosa urbanidad. Es cierto, las terrazas han vuelto a nuestras vidas y su resurgimiento tendría que celebrarse como un retorno a todo lo que cursis y tertulianos llaman "el modo de vida mediterráneo". Durante este arresto domiciliario al que nos han sometido los socialistuchos españoles, nadie ha llorado más su ausencia que una servidora, pues las terrazas del Eixample han sido y son mi máquina de pensar (empezando por la más bella de todas, la del Belvedere, donde mi amigo Ginés Pérez ya vuelve a ejercer de barman decano de la ciudad), lugares sin los cuales me habría sido imposible elaborar una sola idea que valiera la pena.

Muy pronto volverá a abrir la terraza interior del restaurante Rilke, en la calle Mallorca, que es uno de los lugares más bellos del mundo donde se puede hacer el amor con el humo del propio cigarro, y esperemos que los comunistas de la capital nos dejen llenar las calles del Gòtic con nuestros (maravillosamente ilegales) veladores. Vuelven las terrazas y con ellas lo más excelso de la meditación en la calle, pero con también la más funesta y repulsiva chabacanería de los barceloneses, acostumbrados a un nivel de griterío y grosería inaudita en ningún rincón del mundo. Las terrazas también son este imán de gentuza que, aparte de aniquilar nuestra lengua base de insufribles diminutivos, como "patatetes", "olivetes" y "vermutets", también pretende destrozarnos el tímpano con sus chasquidos de carcajadas y su espantosa tendencia a convertir la necesaria sobremesa en un concierto de ruido que ningún cristal matiza.

Maldito el día en que alguien nos impuso la falsa teoría de que la costumbre de disfrutar del sol y del paisaje implica necesariamente pasarse el día chillando y alzando el diapasón sin ninguna necesidad

Si durante el confinamiento hemos tomado conciencia de cómo, prescindiendo de los automóviles y de otros tipos de chatarras absurdas, nuestras ciudades vuelven a ser un lugar donde se puede respirar aire no cancerígeno, valdría la pena aumentar la catarsis en el ámbito de la contaminación acústica. Bendita fase cero, tú que ya estás en el cielo, que nos demostraste como se puede vivir perfectamente, incluso salir a la calle, sin que transitar por la vía pública comporte una lucha para sobrevivir a una sinfonía horripilante de cláxones, cargas y descargas, gente que tiene la necesidad de hablar por teléfono como los abuelos de antes, que creían que la distancia se salvaba desgañitándose, y todo un repertorio de ruidos mucho más nocivos para la salud que todo el dióxido del mundo. Yo cambiaría la vacuna de la Covid-19 por una inyección contra los alaridos y todo tipo de jolgorio, y ojalá el silencio también tenga su doctor Trilla.

Maldito el día en que alguien nos impuso la falsa teoría de que la costumbre de disfrutar del sol y del paisaje implica necesariamente pasarse el día chillando y alzando el diapasón sin ninguna necesidad. Yo te añoro, fase cero de mi corazón, porque teñiste nuestras vidas con la virtud del silencio y nos regalaste el privilegio de andar por la ciudad siendo conscientes de la cadencia del propio paso. Mira que somos enemigos de la nostalgia, pero es la única reacción posible al rugir de las terrazas que, como toda desgracia, nunca viene sola: con la turba de la calle, también han vuelto toda la retahíla consecuente de acordeonistas aficionados, y muy pronto se sumarán los repulsivos grupos de jóvenes haciendo ver que bailan break-dance para pagarse su absurdo viaje de fin de curso. Lejos quedará el maravilloso silencio coronavírico en el que, a pesar de aterrador y mortal, nos concedió el interludio de creernos del primer mundo.

Estoy seguro de que, para paliar (ecs) todo eso que os cuento, la administración debe contar con todo un cafarnaúm de normativas, directrices, ordenanzas e incluso aforismos contra la contaminación acústica que, puestos todos en fila, dejarían en ridículo las obras completas de Heidegger, pero que tienen el común denominador de ser papel mojado que ni dios hace cumplir. Yo ya entiendo que mis conciudadanos tengan necesidad de olvidarse del pavor de morir por la Covid con una cena en la calle, pero todo eso no tendría que implicar lesiones de garganta causadas por tanto griterío ni el hecho de quitar el sueño de los vecinos que, gracias al virus, han entendido que no hay nada más saludable que quedarse en casa en silencio. En pocas semanas, Barcelona volverá a ser una autopista militarizada, y la pretensión de vivir sin piromusicales, algo propio de esnobs y de gente con una existencia aburrida.

Por si fuera de poco, a la sinfonía execrable del día a día se suma de vez en cuando el helicóptero de nuestros enemigos que, aparte de desvelarnos, nos recuerda nuestra existencia colonizada. En el reino del ruido no hay descanso posible. Qué cruz.