Si eres un habitante de Barcelona habrás dicho o escrito esta hipótesis: "por si nos vuelven a encerrar". Da igual si hablabas seriamente, haciendo planes para huir a tu segunda residencia, rezando para que la pasma de Palafrugell sea un pelín menos dura cuando te encuentre en la playa reunido con una treintena de amigos; o si lo has dicho en broma con colegas el pasado viernes, mientras os meabais de la risa fantaseando sobre si echaríais un polvo, os comeríais un buen arroz o llevaríais a los niños al parque antes de que las regulaciones de quedarse en casa volvieran a imperar. Lo importante del hecho es que has dicho (de hecho, yo también lo he dicho y lo he escrito) "por si nos vuelven a encerrar", que es un sintagma durísimo, y no por lo que tiene de contenido práctico en nuestra vida, sino por la forma tan natural y tan acrítica con que asume la obediencia a la autoridad.

Este país, lo he escrito alguna otra vez y perdonad el pecado de repetirse, ha pasado felizmente y en poquísimos meses de afirmar la propiedad colectiva del pavimento ("Las calles serán siempre nuestras") a doctorarse en el arte de someterse a la autoridad, aceptando que el poder no tiene derecho a réplica. Sorprende ver como, por poner sólo un ejemplo, el día en que Alba Vergés se sacó de la manga la obligatoriedad de llevar mascarilla en la calle (una medida que sus compañeros de Govern, incluido el presidente, conocieron escuchando la radio y que el ministro Illa ya había impuesto en forma de recomendación), fueron pocos los ciudadanos que, con la excepción de la abogada Maria Vila, se preguntaron cuál era la cobertura legal y de competencias con que la Generalitat estaba operando ante este nuevo hallazgo.

Pero los ciudadanos corrieron a taparse la cara, previamente a cualquier reunión de consellers o informe del presidente, y ya no digamos del consecuente debate parlamentario para discutir la medida. Nos hemos pasado años y años criticando el erdoganismo de la administración española, con toda la razón, pero comprobamos de nuevo cómo la burocracia catalana es hija de la ética de Madrit según la cual un debate de electos o un decreto se puede sustituir con la primera idea de que te viene a la cabeza cuando te entrevista Basté. Todo eso, queridos lectores, no son minucias, y que la consellera de Salut tenga los cojones de decir que "es un palo crear angustia" el mismo día en que los emprendedores sudan para saber cómo gestionan el fin de los ERTE, que los festivales no saben si abrirán puertas y con medio país haciendo las maletas cagando leches para huir de la capital quiere decir que el poder sabe que juega con un pueblo bien dócil y adaptable.

Lejos de volver a tener las calles como nuestras, de hecho nos tendríamos que empezar a preguntar si nuestros hogares son nuestros, si nuestros cuerpos y nuestra cara es nuestra y si nuestro cerebro también lo es, vista la facilidad con la que los hemos entregado al brazo de los poderosos

Este atributo totalitario no es exclusivo de los gobiernos, ya que de hecho es la misma sociedad del capital quien mueve las administraciones a constreñir la acción ciudadana bajo la apariencia de libertad. La prueba más evidente son las campañas turísticas públicas que los medios de comunicación imprimían reclamando a todo dios que visitara zonas confinadas de Lleida y alrededores mientras al mismo tiempo pedía a la población que hiciera el favor de no salir de casa. "Venga de visita a Lleida, que estará la mar de seguro y contento", rezaban los anuncios, pero la filosofía imperante de la propuesta era algo parecido a: "Venga a Lleida, pero hágalo como yo le pido". Así también en Barcelona, donde se ordena al ciudadano que abrace el sofá del hogar mientras se le recuerda constantemente que vive en la mejor tienda del mundo y que los comerciantes no se alimentan del aire. La pulsión de consumo, al límite, normaliza la esquizofrenia.

Los filósofos más cursis de la tribu (desdichadamente, son una insufrible mayoría) nos dijeron que la Covid y el posterior confinamiento provocarían una especie de catarsis moral en la población que la volvería más exigente y todavía más auditora con el poder. Mucha gente cantó el retorno de la revuelta con aromas de Urquinaona, una profecía que no podría ser más irreal, vista la nueva obediencia feliz con la que la tribu fantasea sobre un nuevo encierro. Lejos de volver a tener las calles como nuestras, de hecho nos tendríamos que empezar a preguntar si nuestros hogares son nuestros, si nuestros cuerpos y nuestra cara es nuestra y si nuestro cerebro también lo es, vista la facilidad con la cual los hemos entregado al brazo de los poderosos. Si nos vuelven a encerrar, tenedlo claro, será para que seamos un poco menos libres. Si nos recluyen de nuevo, que justifiquen la coacción o que nos dejen de una vez en paz.