Conocí a Clara Ponsatí en casa de Jordi Graupera pocos meses antes del 1-O, cuando ya era consellera d’Ensenyament. También corría por ahí Enric Vila. Graupi, Enric y un servidor nos habíamos pasado casi un año insistiendo en la matraca del referéndum de autodeterminación, situándolo en el centro del relato indepe mientras, como supimos después, la mayoría de la administración Puigdemont (incluido el 130) y el cínico quórum de articulistas de la tribu suspiraba por celebrar una reedición del 9-N un poquito más radical, con la única intención de presionar al estado, a la opinión pública europea y al alto funcionariado de la UE, comerciando así con las posibles imágenes de violencia que se derivaran del asunto. Es por ello que a Clara no la entronizaron como consellera de nuestros maestros debido a su incuestionable prestigio académico, sino para pasarle el marrón de la apertura de institutos en aquel glorioso día.

Clara empezaba a intuir que la aplicación del 1-O pintaba más que mal y no tanto por la dificultad organizativa del embrollo (que después salvaría el espíritu clandestino de mis conciudadanos), sino porque la mayoría de activos del Govern todavía no habían superado la preocupación personal de capear la legalidad española. De hecho, Ponsatí guardaba en su casa un manojo con todas las llaves de los institutos catalanes, porque todavía se desconocía si los centros abrirían. En aquel tiempo, Graupera y servidor éramos partidarios de la teoría de la bola de nieve: a saber, pensábamos que por mucha resistencia que tuviera el Govern —el poder el 1-O— y la más que posible represión policial resultante acabaría empujando a los políticos a cumplir sus promesas. Mientras lo expresábamos, Vila se hacía el escéptico y le decía a Clara que Puigdemont y Junqueras acabarían limpiándose el culo con su honor.

Como siempre, Enric tenía razón, y Clara lo vivió todo en sus propias carnes. De hecho, la última vez que vi a Ponsatí fue el día de la no declaración de independencia, cuando vagaba sola y enfurecida por el Parlamento con la cara rojiza del cabreo con el Govern por haberse saltado olímpicamente la Ley de la desconexión y del referéndum que tanto costó aprobar. Lo que viene después lo sabéis de sobras: el exilio y la famosa acusación de jugar al póquer de farol. Ahora sería fácil decir que Clara habría podido exteriorizar sus dudas mucho antes, de la misma forma que mi examigo Quim Torra podría habernos hecho caso y destapar las ansias de volver al autonomismo de convergentes y republicanos cuando le hicieron president. Pero la casuística es un deporte que sale gratis y entiendo que uno no siempre puede guiarse por la gallardía.  

Diría que Ponsatí pasará a la historia como uno de los últimos políticos catalanes que creyeron que los partidos criados en el autonomismo nos podrían liberar, y es bastante lógico que, justo por ese desengaño y el ser consciente de situarse en un interregno moral, Clara viaje paralelamente en la lista de Carles Puigdemont (uno de los pocos políticos catalanes a quien ni el Estado ni el españolismo sociovergente ha podido controlar, a pesar de sus orígenes) y en la de Jordi Graupera, quien lucha en Barcelona para superar unas estructuras políticas que suspiran encantadas en sumir la capital del país en una pax autonomista. Precisamente por esta situación de ironía creo que vale la pena votar (doblemente) a Ponsatí en las europeas y en la lista de Barcelona és Capital, para así desestabilizar el embate de Madriz y acabar con la tentación maragallista.

Puigdemont ha aprendido que ir de farol no sirve para nada. Graupera sabe que para ganar la libertad primero debemos deshacernos de las muletas. Clara vive en medio del embrollo, en el justo medio de una teoría creativa de juegos. Hasta ahora habíamos jugado la carta del orden: ahora nos toca divertirnos con el caos. Votadla, doblemente.