Cuando éramos niños y llegaba el verano, la programación habitual de TV3 mutaba en una multitud de simpáticos concursos fresquitos y alegres, y el telediario emitía unos reportajes muy entrañables de cómo los políticos pasaban las vacaciones. Ahora que vivimos un tiempo tan lastimoso y desdichado, la programación canicular de la nostra es tan pésima como el resto del año y este tipo de segmentos han desaparecido de la parrilla informativa, vistas las pocas ganas que tiene el pueblo de saber a qué hora sestea el presidente Aragonès y la nuda indiferencia, cuando no directamente menosprecio, con el que nuestros líderes se miran la conciudadanía. Pero a falta de aquellos maravillosos documentales de Josep Antoni Duran i Lleida guiando a la menorquina en Tamariu, el Gobierno nos ha regalado un auténtico culebrón de verano gracias a los vaivenes del toque de queda y sus disputas con el TSJC.

Amo demasiado a mis numerosísimos lectores como para meterles la chapa con toda la retahíla de medidas con que el Gobierno, como dirían los cursis, ha intentado perimetrarnos la vida. Baste decir que ayer mismo sabíamos que, por segunda vez en pocos días, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya rechazaba autorizar la prórroga del toque de queda en numerosos municipios catalanes, aun argumentando que la administración patria utilizaba una medida de apariencia sanitaria para limitar los derechos fundamentales de movimiento de la tribu. La cosa tiene gracia, ya que el Gobierno catalán ha conseguido que la ciudadanía aplauda la tarea de una toga enemiga, la de su señoría Javier Aguado, que ha escrito una resolución impecable dejando en bolas a nuestras altísimas instancias y su sentido del arbitrio. Finalmente, los líderes procesistas lo han conseguido: ¡hemos acabado aplaudiendo la justicia española!

Primero la Generalitat escudó la petición del toque de queda en un nivel de contagio de 400 casos entre 100.000 habitantes, después bajó a 250 y, con aquella alegría que te da un chupito de limoncello cuando vas a jugar al bingo, el nivel se detuvo en los 150. Viendo que la judicatura no se tragaba una arbitrariedad que, insisto, poco tenía de medida sanitaria, el Gobierno, en un gesto típico de la Biblia procesista, reunió a sus genios para ver si cambiando las poblaciones por encima de 5.000 habitantes a las de 20.000 la cosa acabaría funcionando. Los jueces españoles pueden ser muy y mucho españoles, que tienen todo el derecho del mundo, pero resulta que no son idiotas, como también la población, aunque la sectorial comunicativa de la administración catalana presionara lo que queda de opinión pública repitiendo infinitas veces las idénticas imágenes de cuatro borrachos haciendo botellón en Gràcia.

No os alarméis, que a servidora no le gustan las aglomeraciones víricas ni los grupos de cretinos robándonos el sueño, sea en el pueblo que sea. Pero si a la Generalitat o a quien sea le preocupa que los chiquillos se autoorganicen en la calle para mamar en las plazas, o prohíbe las fiestas mayores y santas pascuas o, cosa más inteligente, ayuda al sector de la restauración con una política de terrazas un poco más laxa (hay muchos locales de Barcelona que han pedido al Ayuntamiento poder disponer de mesas en el exterior para servir copas y los del run-run han decidido castigar a nuestros pobres baristas con multas del todo injustificadas). Pero todo eso son asuntos menores cuando el problema es la categoría de una burocracia, la catalana, que ha utilizado a sabiendas medidas pretendidamente sanitarias para restringir nuestra movilidad. Eso, en casa, siempre hemos dicho cogerle el gustito al orden y mando.

Este, ya lo sabíamos, es un Gobierno urdido con la clara intención de que nadie hable de él. De momento, Aragonès lo ha conseguido

El juez Aguado ha escrito algo que valdría la pena recitar en todas las escuelas, ahora que los maestros ya deben de encontrarse repescando libretas y plumieres: "el control de las interacciones sociales no es ningún criterio sanitario estrictamente considerado como una genuina potestad para el mantenimiento de la seguridad." Traducido a conversación de carajillo y mixto matinal, el juez recuerda una cosa tan básica como que la gestión del orden público no puede variar según las franjas horarias de las relaciones sociales para convertirse en un asunto de salud, cuando en horario diurno es un tema de estricta política administrativa. Traducido al gin-tonic con purito nocturno, el Gobierno no puede pretender acabar legislando los horarios de los ciudadanos basándose en criterios de salud que, además, va variando según le conviene y sin ningún tipo de coordinación con los ayuntamientos en cuestión, que son, al fin y al cabo, los más afectados por la medida.

Pero para todo eso, queridos amigos, hay que trabajar... y ya me dirás tú quién se arremanga la camisa de lino para currar durante agosto cuando ni la misma televisión pública se interesa por documentar si haces el arrocito con una pastillita de Avecrem o si con el sofrito ya tiras adelante. Este, ya lo sabíamos, es un Gobierno urdido con la clara intención de que nadie hable de él. De momento, Aragonès lo ha conseguido y, por si eso fuera poco, ha tenido la gracia de hacernos aplaudir la salmodia de un juez enemigo. Esta gente, realmente, son unos putos genios. En una mesa de diálogo, sea dónde sea y delante de quién sea, ganarán el partido antes de salir del autobús. ¡Que se preparen los españoles, que el embate será algo como para temblar de miedo!