Soy un feliz usuario de los taxis barceloneses que, desde hace meses, también utiliza habitualmente el maravilloso servicio que Cabify tiene en la capital del país. Basta con viajar regularmente en taxi para ver cómo la entrada de Cabify, lejos de ser un peligro para taxistas y consumidores, ha excitado la competencia en la ciudad, de modo que ha mejorado el servicio de automóviles y operadoras. Gracias a la localización, el pago automático y la recogida a domicilio de Cabify (a lo que hay hay que sumarle el excelente estado de los vehículos y la amabilidad extrema de los conductores), las operadoras se han modernizado y sus aplicaciones son cada día más efectivas; a su vez, los taxis cada día están más limpios y la relación con el cliente ha pasado a ser un activo más del trabajo. Para adelantarme a comentarios de motivados y gente que practica el esfuerzo de ofenderse: antes de Cabify, Barcelona ya tenía excelentes profesionales del taxi, pero —como pasa en todas partes— la libre competencia ha espabilado a los espíritus más parsimoniosos. Porque la libertad siempre contagia esfuerzo.

Vayamos por partes. Como siempre pasa en España, el mal empieza con la ley, una regulación del arrendamiento de vehículos con conductor (VTC) extraordinariamente restrictiva, urdida a propósito para evitar la liberalización del transporte y asegurar el blindaje del régimen de monopolio de los taxistas. La prueba de eso es el valor económico que se ha otorgado a las licencias que, según el Institut Metropolità del Taxi del Àrea Metropolitana de Barcelona, era de 134.115 euros por término medio el año 2016. En un mercado competitivo y de demografía variable, si se eliminara un número de licencias artificial y de creación puramente administrativa, estas bajarían de valor. Contrariamente, según la Subdirección de Análisis Económico de la CNMC, entre los años 1987 y 2016, el valor de una licencia de taxi en el mercado secundario ha aumentado el 503,7%, mientras que el Ibex-35 lo ha hecho el 233,7%. Por lo tanto, la solución no pasa por más restricciones y por feudalizar la licencia como si fuera el sustituto de una oportunidad laboral, sino justamente por romper murallas.

En Nueva Zelanda, por ejemplo, se eliminaron los límites de la cantidad de automóviles reglados instaurando un sistema de precios libres, lo que los redujo entre el 15% y el 25%. Si habéis viajado recientemente a Londres, habréis notado que Uber os facilita poder ahorrar mucho más que en visitas anteriores, sin perjuicio para los taxis tradicionales, que también están enormemente solicitados. Como ha sucedido en Barcelona, la mayoría de operadoras de taxis han mejorado la localización del servicio, la información sobre el tiempo de llegada, el precio y otras contingencias que hasta ahora eran inauditas en el mercado público. De hecho, es una gran noticia que los servicios públicos se contagien de las herramientas valorativas que permiten los new media: en un mundo donde la movilidad en las ciudades muy pronto será automática, mantener un sistema de licencias como este es un delirio. ¿Se debe ayudar a los taxistas que han pagado una morterada absurda por su licencia a adaptarse al nuevo entorno? ¡Faltaría más! Sin embargo, la mejor forma de hacerlo no es insistiendo en un sistema absolutamente caduco.

Los taxistas, repito, tienen todo el derecho del mundo a protestar por el agravio que han sufrido durante lustros, pero a quien tendrían que lanzar tomates (que no pegar patadas) es al Estado y su enfermiza mentalidad comunista, no a Mr. Cabify. Los representantes sindicales del taxi repiten centenares de veces que las compañías de transporte les han robado "su trabajo", y lo hacen justamente porque la compra de una licencia equivalía a la burrada de poder adquirir de por vida un puesto de trabajo para después venderlo, con la consiguiente especulación. Pero en una sociedad normalizada, ya sea en el ámbito del transporte o en cualquier otro, que un colectivo se reserve el derecho laboral en monopolio es una burrada de proporciones catedralicias. Servidor quiere ayudar a los taxistas y, aunque no lo crean, la mejor forma de hacerlo es normalizar que yo y cualquier persona podamos, cuando nos plazca, abrir la aplicación de Cabify. Porque la libertad nunca es un paso atrás. Nunca.

PS. Por cierto, alcaldesa, ¿ya te has levantado de la siesta?