Los catalanes, y sobre todo la subespecie barcelonesa, nos habíamos pasado lustros soñando con poder ver algún día nuestro territorio sin turistas. Este adjetivo "nuestro" resulta una palabra muy complicada de conjugar, porque sentir un trozo de tierra como propio siempre te puede hacer parecer un poco nazi a ojos de los cosmopolitas de Sant Gervasi ("primero los de casa", decía el burro de Josep Anglada); también porque eso de tratar a los visitantes como una plaga que sólo va de un lugar a otro con la voluntad de mearse en el portal de tu casa es una forma muy poco europea de humanizar la alteridad. Sea como sea, cuando las autoridades del país nos regalaron el don de poder reconquistar la calle, muchos aprovechamos cagando leches la gracia de los tecnócratas para volver a poner nuestra bandera en la entrada de la Boqueria o en los patios de carruajes que nos regaló Gaudí. ¡Desvirgar de nuevo la ciudad, qué gozo!

Con el veto del Reino Unido y de Francia para pisar España, las autoridades han disimulado su histeria económica recomendándonos que nos disfracemos de turistas y que hagamos el favor de gastar los cuatro duros que nos quedan en el banco ejerciendo lo que los cursis denominan "turismo de kilómetro cero". Como suele pasar siempre, el poder es más sutil que la ciudadanía a la hora de ejercer el cinismo o incluso aquel tipo de odio que roza el racismo. "Visto que los extranjeros no visitarán el país ni aflojarán la mosca", afirman los mandatarios, "hagan el favor de disfrazarse de visitantes y llenen el vacío que los guiris han dejado". Las premisas del argumento espantan: ya sabemos que eso del turismo todavía huele a chancla y birra, que eso de depender del sol y playa y de la propina de los british hace poco de primer mundo; pero mire, es lo que hay, póngase cremita y bermudas... y cállese.

Podríamos aprovechar la ocasión para territorializar de nuevo los lugares a los cuales el turismo había agotado con su espíritu voraz y dedicar el verano a hacer que recuperen el alma

El poder vive tan estresado con la tarea de cuadrar los números que resulta muy poco hábil disimulando su desesperación. A su vez, presidentes y ministros han visto que dominamos con tanta maña el arte de la obediencia que, después de habernos tenido a los chiquillos durante meses innecesariamente encerrados en casa o de haberse asegurado de que salíamos a hacer running a la hora que tocaba, es normal que piensen que iremos de visita a Sant Esteve Sesrovires sin ni una sola enmienda ni queja. Por otra parte, la mayoría de la población vive con una desazón lógica cuando recibe el mensaje aparentemente contradictorio de hacer el favor de no salir de casa mientras ve campañas públicas de turismo interior en TV3. "¿En qué quedamos?", piensa el común con toda la razón del mundo, liado en eso de tener que escoger entre el disfraz de eremita y de visitante del MNAC. Al fin y al cabo, el más apropiado es el de peón dirigido.

Cuando los aparatos del Estado nos ahogan con su mercantilismo de pacotilla y sus dicotomías existenciales de tres al cuarto, a la ciudadanía sólo nos queda una única y sempiterna forma de salvación: la creatividad. Pues aquí no se trata de colonizar lo que es nuestro como locos, celebrando que los alienígenas de sandalias y calcetines blancos nos han regalado una tregua, ni de estresarnos a la caza del paraíso interior porque si no lo hacemos la economía caerá y todo saltará por los aires. Podríamos, contrariamente, aprovechar la ocasión para territorializar de nuevo los lugares que el turismo había agotado con su espíritu voraz y dedicar el verano a hacer que recuperen el alma. Seguro que todos tenemos un oasis en la cabeza, ya sea una terraza querida a la que habíamos renunciado o una simple piedra del barrio Gótico en la cual podríamos dar una nueva vida rodeándola de una mesita, sillas y buena conversación.

Reterritorializar los lugares donde no hay turistas no tiene nada de reconquista ni de vindicación, porque humanizar de nuevo los lugares que hemos dejado entregados al consumo también es una dulce obligación relativa a la ciudadanía. Pensar un mundo (y una economía) sin turistas no es realista, pero tampoco es sensato ver como las ciudades de todo el mundo van predicando el arte del copy-paste convirtiendo sus centros históricos en monas de pascua cada vez más homologables. De hecho, reterritorializar lo conocido es darles la oportunidad de ser visitantes sin la imposición cultural de ser turistas, con la consecuente obligación de equiparar el entorno y el consumo. Intentarlo sería quizás un primer y dignísimo acto de desobediencia al poder. No tendría que ser el único.