Sea porque el president Torra acostumbra a sentirse más confortable y acogido en el ámbito académico o sea porque ya lleva más de un año de campamentos con la partitocracia de la tribu, diría que –esta misma semana, en la Universitat Catalana d’Estiu– el 131 trabó su primer discurso mínimamente presidencial, con algún cambio ideológico bien perfumado. Las proclamas de los líderes no son un valor absoluto y merece la pena compararlas con discursos remotos, aunque sea para ojear sus siete diferencias; en el caso que nos ocupa, existen cambios de rumbo interesantes entre el primer discurso del president en setiembre en el TNC (“El nostre moment”) con este reciente “Un nou alè d’esperança a Europa”. El problema, como veremos y sucede siempre, es el trasfondo del discurso y las intenciones de un marco mental que, por encima de todo, marca su futuro.

Si recordamos la primera entrega, esta se inscribía en el neolítico procesista que nos alerto continuamente de un otoño caliente y de un año de movilización permanente: al final el otoño fue algo así como un simple puré recalentado y las “marchas para la paz” que reclamaba el presidente cuando intentaba ir de buen rollo con los CRD han derivado en concentraciones folklóricas en Lledoners que sólo tienen el mérito de superar semana tras semana el listón de la vergüenza ajena (“¡Bona niiit, Oriooooool!”). En aquellos tiempos, Torra todavía imploraba al Gobierno un referéndum acordado, vinculante y reconocido internacionalmente mientras jugaba con la posibilidad de volver al mantra de la desobediencia del Parlament como hipotética reacción a la sentencia del Supremo, un dictamen judicial que el president, así decía, no estaba dispuesto a aceptar de ningún modo.

Contrariamente, la filípica de Prada partía de la imposibilidad absoluta y contrasta de negociar nada con la administración española, criticaba sin tapujos la contradicción de los independentistas que se pelean por la gestión de las migajas del sistema neoautonómico, y renegaba de quien pretenda destruir la memoria del 1-O para convertirlo en una jornada más del catalanismo (veo que todavía lees mis artículos, Quim). Todo ello, incluido el anhelo de Junts pel Sou y Esquerra Republicana de España de renunciar a la vía unilateral, el 131 ya lo sabía muy bien cuando hizo la prédica en el TNC, pero bien, cada uno sale del armario cuando puede, le place o le dejan. Me interesa rastrear el trasfondo del speech; porque ahora, con o sin sentencia, Torra piensa cómo puede plantar una flor de desobediencia contra el Estado con el objetivo de desnudar el pactismo indepe.

Torra tiene dos opciones derivadas de lo de Prada: puede intentar presionar al Estado con un embate líquido y entrar directamente al mundo de los mártires con una inhabilitación blanda vía Sánchez o puede decirle claramente al ciudadano que esta generación de políticos no está dispuesta a sacrificarse por una secesión que vaya más allá de la teoría

La nueva perspectiva del presidente es más honesta, y por tanto más interesante, pero también aporta nuevos problemas. Primero, porque sabemos que las insurreccioncitas del soberanismo contra el Estado sólo le regalan nuevas excusas para ejercer una mayor represión. Como han demostrado los guerreros anglófilos de Hong Kong, enfrentarse a medias contra el totalitarismo no tiene ningún tipo de futuro. De hecho, las fechorías o desobediencias de cartelito en el balcón sólo obtienen un rédito presidencialista (Puigdemontorrista) y si el presidente contraría al Estado únicamente para salvar su espacio político, contraponiéndolo a la tibiez de ERC, estará jugando en el idéntico terreno autonomista que denuncia. La táctica puede ser útil para mantener el espacio convergente más pitonero, y hasta para salir reelegido, pero el mesianismo sólo acrecienta el chantaje.

Como ya le dijimos unos cuantos hiperventilados a inicios de su mandato, Torra tiene dos opciones derivadas de lo de Prada: puede intentar presionar al Estado con un embate líquido y entrar directamente al mundo de los mártires con una inhabilitación blanda vía Sánchez (que retrate el pavor de los partidos catalanes en la agenda indepe) o, puestos a quitar máscaras, puede decirle claramente al ciudadano que esta generación de políticos que dice comandar la independencia (incluida la totalidad de su gobierno) no está dispuesta a sacrificarse por una secesión que vaya más allá de la teoría. De hecho, si el president ya no cree en ERC y en sus propios correligionarios, ¿no sería más sencillo decirlo sin ambages que no apelar sistemáticamente a una unidad que todos sabemos ficticia? ¿Por qué mantener un Govern con partidos incapaces de hacer frente a su compromiso?

Si el presidente viaja a la segunda opción, a parte de tratar a sus electores como adultos y de desnudar el cinismo de sus compañeros de cuarto, conseguirá un bien más preciado que la condición de mártir: el poder que regala decir la verdad y actuar en consecuencia. Si el presidente cree, como es el caso, que con esta peña no hay nada que hacer, insisto, que lo diga lo más claramente posible y que le regale aire a la sociedad civil para organizar nuevas estructuras que, al menos, tengan la honestidad por bandera. Sacrificarse personalmente sólo para acabar afirmando ¿Lo veis? Yo haría la independencia pero la mayoría de la clase política no me sigue sería una forma abarrocada de cinismo y martirologio que puede salvar a un individuo (momentáneamente) pero que relega al país al eterno retorno de lo mismo. Antes que llegar a la libertad, Catalunya necesita muchos quilos de verdad.

Todo esto que os cuento el 131 lo sabe perfectamente. Los ilustrados decían que el buen conocimiento de las cosas siempre preludia una buena elección. Siglos después, los posmodernos, descreídos y sin esperanza, no lo tenemos tan claro.