Es lógico que la carrera de los machos más ricos del mundo para ser el primer hombre que comercialice vuelos al espacio sideral sea risible para la mayoría de bípedos que ya tenemos bastante con los marrones que hay en el planeta. Pero la obsesión de Jeff Bezos y compañía de huir del globo no es sólo un asunto para ver quién tiene la nave más grande, sino que resulta lógicamente de una intuición fundamentada según la cual nuestro entorno será muy pronto un lugar poco seguro para vivir. Escribo esta pieza de metafísica de andar por casa mientras los radiofonistas del país dicen que hace mucho calor, impostando aquella voz de monaguillo para advertir la tribu que huya del bosque y se guarde las cerillas en el bolsillo. Después de un año de estrés por la covid y el posterior cierre, los medios necesitan kilos de miedo fresco y en estas últimas semanas las fotografías de los fuegos de Grecia les han dado pienso gratis.

Estamos en plena ola de fuego, la tierra arde, y los opinadores del mundo entonan el misal apocalíptico del cambio climático con aquella salmodia tan cristiana de personalizar la naturaleza y recordar a los irresponsables humanos que los bosques del mundo son ceniza porque la naturaleza se toma la venganza de nuestro maltrato. Observad cualquiera de las portadas de los diarios de los últimos días y el sustrato conceptual de las imágenes ya no son los campesinos que pierden los cultivos ni las familias que tienen que salir corriendo de su casa, sino la ira de los árboles y la mala leche de la selva devolviendo el dolor que han sufrido por aquella lata de cerveza que tiraste al mar cuando ibas taja por el puerto de Barcelona. Entre los nuevos derechos que ha adquirido el medio, al que filósofos como Serres habían dotado de subjetividad legal, ahora ya tiene la capacidad de devolver la bofetada, la fuerza para igualar el daño recibido.

El recluido en el hogar va configurándose como el ciudadano ideal para el poder: puede trabajar las horas que haga falta, consume sin protestar y tiene la gracia de dejar el arbusto en paz

Todo eso es la macrofotografía pensamental y la política responde a ella de una manera muy curiosa. Hoy mismo leíamos que la Generalitat restringirá el acceso al medio natural en más de tres centenares de municipios catalanes. Primero se confinó el ser humano por su potencialidad de contagiar el virus de Wuhan y ahora las administraciones de todo el mundo se han autoimpuesto la obligación de cerrar la propia naturaleza para evitar que se contagie de la estulticia humana. Después de enclaustrar hombres, mujeres y seres en transición sexual en casa durante meses, ahora la política pone el cerrojo al bosque mientras advierte a los súbditos que hagan vacaciones pero con precaución. El recluido en el hogar va configurándose como el ciudadano ideal para el poder: puede trabajar las horas que haga falta (o, si es funcionario, dejar de currar sin que se note tanto), consume sin protestar y tiene la gracia de dejar el arbusto en paz.

Esta transformación del ciudadano en un objeto que sobrevive en casa y la humanización del medio como una fuente a preservar de nuestra interferencia no es ninguna broma. Forma parte del mismo e idéntico plan para retirar a los hombres de la vida en la calle; muy pronto, el mundo no habrá de sufrir por los desahuciados, sino por una cantidad incuantificable de seres humanos que se encierran en casa con la única compañía de sus pantallas. En un entorno así, de venganza natural y de aislamiento antropológico, es muy normal que los ricos del mundo quieran adaptarse a los nuevos tiempos y construirse una casita en el espacio, el único lugar donde los seres humanos todavía no han provocado un incendio. La intuición de Mr. Amazon y compañía no es una mamarrachada, insisto; primero vieron claro que el futuro del mundo sería el consumo a domicilio y ahora ya planean una vida idílica en un cajetín en Marte.

La tierra arde y es un buen motivo para que te quedes en casa. No salgas, literalmente, para huir. Como máximo, y ya es mucho, ve hasta el supermercado y cómprate alimento ecológico. Enchufa Netflix y tócate los huevos en el sofá. Los interiores serán siempre nuestros y los bosques te lo agradecerán. Muy pronto, creedme, incluso los dictadores se harán ecologistas.