Con políticos como Miquel Buch o Alba Vergés el cronista experimenta esa sensación esquizofrénica consistente en, por una parte, sentirse defraudado con el hecho de que ejemplos de una mediocridad tan evidente y supina puedan liderar departamentos tan esenciales en la gestión de lo cotidiano como son Interior o Salut, y, por otra parte, la satisfacción de contar con su ayuda incansable a la hora de ser inspiración para escribir artículos cuando no se tiene mucho material para llenar la página en blanco o, simplemente, para ridiculizar el poder. En el caso del responsable de nuestros beneméritos Mossos, la ventaja todavía es superior, porque Buch tiene la gracia de dirigirse al pueblo en dos modalidades existenciales de una diferencia ontológica taxativa: a menudo nos habla como conseller de Interior, pero también, siguiendo esa costumbre iniciada por el añorado Joan Gaspar, habla simplemente como Miquel.

No sé si es en calidad de conseller o de Miquel que Buch ha decidido últimamente que su presencia resultaría útil en tanto que una especie de coach del confinamiento, como cuando nos urge a comprar la mona de Pascua a los respectivos ahijados, aun recordándonos de que este benigno bizcocho esponjoso (con el cual los niños celebran el fin de la abstinencia cuaresmal) se les tiene que hacer llegar con métodos de transporte alternativos, como si la población no supiera diferenciar las calorías de una bomba fétida. Así también hace poco, cuando nuestro sargento jefe se dirigía a las cámaras con un ademán bélico y circunspecto, talmente como el mismo Churchill antes de cantar aquello de We shall fight on the beaches, para advertir a los españoles de que no osen enviarnos ningún regalo coincidente con ninguna de nuestras celebraciones traumáticas, lo cual, en un pueblo masoquista como nuestra tribu, ya es algo chungo de exigir.

Si este virus mitiga o acaba con el ascensor social de los ineptos en el universo de la partitocracia, bienvenido seas, coronavirus mío

Cuando el nivel es tan bajo que parece una carrera de los partidos catalanes para ponerles difíciles las cosas a los guionistas del Polònia y, además, a los responsables de la cosa pública les ha cogido una manía repentina por hacer ruedas de prensa a diario en las cuales se informa incluso de la más intranscendente detención de un picnic nudista en el Montseny por parte de nuestros aptísimos guardias forestales, el ciudadano no sólo tiene la tentación de prolongar su confinamiento unas cuantas semanas más, sino más bien esconderse bajo la colcha y entregarse a la metadona que le regala Netflix hasta el fin de la existencia. No es extraño que, después de semanas teniendo que tragarnos la cuota diaria de Budó, Vergés y Buch, incluso un político como Quim Torra haya experimentado un auge en su imagen de gestor eficiente.

Desde el inicio de esta crisis, he vivido con el optimismo de saber que teníamos la partida ganada con antelación: sabemos que venceremos al bicho que nos quiere amargar la existencia y esta pandemia (a pesar del dolor incuestionable que ha causado en muchos conciudadanos y sus familiares) tendrá un resultado de bajas muy escaso en comparación con otras pestes del pasado. Pero soy muy consciente de que el coronavirus sólo será la excusa de la puerta de entrada a un mundo en el que será necesario que encarrilemos algunas cuestiones candentes de nuestro presente que ya intuíamos de hace años, como el enquistamiento del precariado laboral, el fin de lo que denominaremos la clase media, la problemática de la privacidad de nuestros datos personales o la tentación del aislamiento nacional y el odio a la alteridad excusado en la salud. El coronavirus pasará, pero nos pone unos deberes que no podremos dejar para mañana.

Ganaremos la partida de este confinamiento, no cabe ninguna duda, pero el post-match reclamará a políticos de primera que dirijan un mundo endemoniadamente complejo, mandatarios que tendrán que dirigir los asuntos que ahora justo citaba con ciencia y determinación y para los cuales necesitaremos algo más que ministros que compran tests de pacotilla a los chinos sin dimitir, que administraciones autonómicas que prometen mascarillas y después te dicen que era broma y que ya te espabilarás como puedas y, en definitiva, de gente que nunca sabes si te habla como conseller, como Miquel, o simplemente te toma por un alma igual de limitada que la suya. Si este virus mitiga o acaba con el ascensor social de los ineptos en el universo de la partitocracia, bienvenido seas, coronavirus mío. Si, en caso contrario, la pandemia vírica se enquista la política, será muy difícil salir de casa.