En su famoso discurso del pasado tres de octubre, Felipe VI puso el sello real a la operación de Policía y Guardia Civil, en la cual, por primera vez en la historia democrática de España, las fuerzas armadas del Estado reprimieron a garrotazos un movimiento espontáneo y masivo de los ciudadanos. No es extraño, pues, que se escrute la presencia del monarca en Catalunya, y es del todo comprensible que haya conciudadanos que se enfurezcan al enterarse de que la Corona se paseará impune y encantada de haberse conocido por un local de los hermanos Roca en Vilablareix. Amamos nuestros restaurantes no sólo por el pan que se da, sino también por la parroquia que se admite, y fruncir el ceño por la presencia de un mandatario que ha tolerado que a la abuela le abran el cráneo no se tendría que concebir como un capricho de listillo ni como unas ganas de tocarles las narices a los cocineros gerundenses.

Ya hace demasiado tiempo que el país vive en una cierta histeria que le lleva a invertir los debates para marear la perdiz. Aquí nadie discute la valía culinaria de los hermanos Roca, ni su innegable aportación al despliegue internacional de la imagen de Girona por todo el mundo, como se han apresurado a decir algunos eunucos que viven de excitar el miedo tribal. Tampoco se habla de la implicación de los Roca en la celebración del 1-O, aquel día histórico (que nuestros líderes y propagandistas ya se están apresurando a pervertir y a folklorizar) en que los Roca tuvieron la gracia de repartir una cazuela de fideos y unos postres urdidos con los colores de la bandera a los voluntarios que protegieron el instituto de su barrio en Talaià. No, amigos: aquí hablamos de si alguien puede sentirse incómodo cuando te dedicas a hacer la croqueta y el buñuelo al monarca que deja pervivir una ocupación política mediante el uso de la fuerza.

Eso no es señalar, sino tener la mínima educación de recordar a los restauradores a quién están acogiendo en su casa

Hace muchos lustros, estas cosas se vivían con más incomodidad. En la Costa Brava, por ejemplo, los autóctonos protestaron porque el dictador Mobutu Sese Seko campaba libre por las calas ampurdanesas mientras, por vía teléfono, encargaba caviar y tramitaba alguna que otra matanza étnica. Pues, en eso del arte de señalar, mis camaradas del norte sobresalen con finas dosis de ironía: como recuerda Adrià Pujol en su Guia sentimental de l’Empordanet, el año 1976 el gauchecaviarista Oriol Regàs publicó un artículo sobre los habitantes de Palafrugell en el Tele/eXpres en el que acusaba a los vecinos de travestis, gays, vagos y anarquistas. Aquel mismo año, la Revista de Palafrugell dedicó un número especial en el que muchos escritores reprobaron la caracterización simplista del empresario e incluso se organizaron manifestaciones para que se largara del lugar, si tanta molestia le hacía.

Si por unos comentarios absurdos se organizaron movilizaciones ciudadanas, digo yo que no pasa nada por recordar a los Roca qué quiere decir acoger a un monarca en la presente situación de la política catalana, a no ser que nuestra proverbial educación y aquello de chico-mira-de-quedar-siempre-bien implique necesariamente recibir como si nada al jefe de la pasma española, previa reverencia. Eso no es señalar, queridos conciudadanos, sino tener la mínima educación de recordar a los restauradores a quién están acogiendo en su casa. Y dicho esto, si alguien se inquieta por este hecho, como encuentro comprensible, que no vaya más a comer en casa de los Roca y listos, que tampoco es para tanto, porque eso de la cocina familiar siempre deriva en una cierta cursilería. Dicho esto, tenemos todo el derecho del mundo a saber quién ha ensuciado la cubertería antes de sentarnos en mesa. Sólo faltaría.