La asilvestrada internet obra santamente cuando se chotea de los tuits fotográficos de Manuel Valls haciendo el guiri por Barcelona, ya sea paseando por el mercado de la Boqueria à la recherce de unas onzas de tirabeques o zampándose unos churros en La Pallaresa de la calle de Petritxol. De momento, nuestros enemigos van ganando la partida, y solo faltaría que no pudiéramos reírnos de ellos como quien se relaja haciendo la colada o espiando los trenes en una estación. Pero a pesar de la ironía, diría que los barceloneses hace ya lustros que nos hemos acostumbrado a vivir y pasear como turistas por nuestra ciudad. No sé si es cosa del ancestral espíritu olímpico o de la pérfida influencia de Time Out (y de su prosa postadolecente, con aquella obsesión por descubrir cosas), pero diría que la parquetematización de Barcelona ya no es exclusiva de visitantes y alcaldables extranjeros, sino también una conducta arraigada en las gentes de la capital.

El espacio urbano no solo se cosifica por su deseada instragramización y por todo el desarrollo cutre de los llamados espacios singulares (puf), sino también por la instauración obsesiva del modelo Barcelona en el discurso político, una idea pérfida que acaba equiparando la energía caótica de una ciudad a una receta de canelones o a los prospectos del Gelocatil. Más allá de la geografía y de la urbanización, la ciudad es ante todo un sentimiento particular y un caos experiencial; sin embargo, desde hace tiempo, la mayoría de los políticos barceloneses tienen una escasa vivencia de la ciudad que quieren comandar, por no hablar de un desconocimiento importante de su historia. A su vez, y ello es todavía más preocupante, diría que hay escasos políticos que sepan gozar la ciudad, lo que consistiría en embobarse en sus esquinas y saber cómo se cuece la lata en el Xampanyet o el destilado en chez Stravinsky.

Yo siempre le digo a Graupi que deje de dar la matraca sobre modelos de barrio o la crisis del maragallismo, entre otras pollas con vinagre, y explique a la gente por qué ama las calles de Barcelona, cuál es su rincón favorito de la ciudad y por qué le gusta tanto comer salchichas con tomate en la cocina del Gelida. El lugar en el que comen nuestros alcaldables o el espacio donde acuden a tomar un café con un buen libro en la mano, de hecho, debería ser el criterio primordial a la hora de saber si los votaremos. En un tiempo tan espantoso como el que nos ha tocado vivir, en medio de esta rendición tan vergonzosa de nuestros políticos al el invasor, la ciudad es el único reducto del entusiasmo que tuvimos de jóvenes. Y ya me diréis qué entusiasmo generan Colau y Maragall, pobres hijitos míos, una con esa manía de utilizar la pobreza de la gente para hacerse la santa y el otro con aquellos andares tan vetustos y oblicuos.

En su libro sobre Barcelona, mi amigo Adrià Pujol define al superbarcelonés como a “un home cultivat, enamorat de l’urbs, manefla i mordaç. És normal que freqüenti l’Ateneu, quatre locals nocturns amb solera, quatre restaurants d’upa i és normal que enraoni amb totes les matrones. Va al teatre. Odia i estima a l’engròs. Sovint enfitora discursos sobre la roba, la gastronomia i la política nacional. Discursos classistes. Abans és barceloní que català, perquè recull el guant de la Renaixença i el rebrega. És habitual que visqui a l’Eixample més bonic. Repugna per esport, ha viatjat, bull, és clànic, i assaja una amoralitat que no se la salta un gitano.” El ideal de esta figura que glosa Adri es difícil de conseguir. Yo, si les soy sincero, soy el único que se le ajusta, pero sería interesante, en cualquier caso, intentar acercarse al concepto para ver si las próximas elecciones puede ganarlas alguien más interesante que un turista comechurros.