Este no ha sido un Sant Jordi excepcional, porque los libros más vendidos de este día demuestran que la tribu sigue leyendo con la exacta torpeza de siempre. Fijaos si es así, queridos conciudadanos, que la novela más vendida de ficción en catalán es un nuevo papelote de aquel chico del tráfico, Gironell: AP-7 sin problemas, no se preocupe; C-32 con colas a la altura del Garraf, tenga paciencia. Puestos a buscar la originalidad, yo dedicaría el Sant Jordi de cada año a dos símbolos de la letra sin los cuales la festividad no sería posible: los negros y los correctores. Los primeros, por desgracia, autores encubiertos de la mayoría de novelas que se hacen y se deshacen, especialmente las que dicen firmar nuestros queridos tertulianos. Y los correctores, pobrecitos míos, de quienes ya os podéis imaginar la carita que ponen cuando reciben un texto en catalán de Víctor Amela y tienen que resucitar los pronombres débiles y la correcta sintaxis. Un millar de abrazos merecéis, mártires de la patria: ¡os quiero!

A mí eso de la vida literaria me divierte profundamente, y cuando me aburro me adentro en la hipocresía de algunos autores de moral impoluta para pasar mejor las tardes. En este sentido, y debe ser cosa del procés, el cinismo es algo que cada día campa con más alegría por las calles y la palma de este año se la ha llevado Antoni Bassas. Cuando al antiguo capitán de El matí a Catalunya Ràdio le regalaron fraudulentamente el premio Pla de literatura, y para evitar suspicacias, aseguró que su libro Bon dia, són les vuit! se había presentado a concurso bajo seudónimo. ¡No me diréis que eso de Antoni no tiene gracia! ¡Tú escribes un libro sobre tu experiencia como presentador del matinal de la emisora pública y eres tan buen tío que vas y lo presentas bajo seudónimo! La cosa es de un cinismo sensacional, y no me extraña que la gente premiara a Bassas comprándole abundantes libros.

Hay que alabar a los autores que, desde la más estricta soledad y cargados de paciencia, mantienen la literatura catalana en niveles de excelencia propios del primer mundo

De hace tiempo, el país confunde enfermizamente la literatura popular (que tiene que existir y ¡sólo faltaría!) con la letra mala. Sorprende ver a tantos conciudadanos despiertos y con bastante formación como para ir por la vida con capacidad de discernir comprando libros con un equivalente de calidad parecida a una comida que, de serles servida en un restaurante, la devolverían a la cocina sin ni probarla. Hay que alabar, en este sentido, a los autores que, desde la más estricta soledad y cargados de paciencia, mantienen la literatura catalana en niveles de excelencia propios del primer mundo. Este es el país de Gironell y Bassas, es cierto, pero también es la tribu cultural que ha podido admirar el Cicle d’Almandaia de Antoni Vidal Ferrando, el inmenso Llibertat i sentit del maestro Lluís Solà o Les coses que realment han vist aquests ulls inexistents, la joya infinita de nuestro Josep Lluís Badal.

Se puede entender que estos libros extraordinarios (de los cuales os he hecho alguna reseña en nuestra enamorada Llança) no estén entre los más vendidos, como podría pasar en otras culturas del mundo: lo que resulta inexplicable es su absoluta invisibilidad, en un entorno cultural que ha preferido la mediocridad más absoluta a la excelencia. No es una cuestión de elitismo cultural ni de ser un sabelotodo, sino de querer regalar a los lectores pautas para que lean buena literatura. Hace unos meses, charlando con quien yo consideraba un buen editor del país, me confesó que su editorial encargaba novelas pensando en las yayas que miraban el programa del Cuní. Con estos faros culturales, por desgracia, ¿cómo queremos que los lectores en catalán crezcan en número y en calidad? Con este criterio, hijitos míos, ¿cómo osamos pretender que haya lectores exigentes en la tribu?