Dicen que en Barcelona sólo queda una cabina telefónica cerrada, con techo y puertas, en el barrio de Sant Genís dels Agudells (Horta-Guinardó). La terapeuta y docente Anna Farré Llorca ha ideado una petición en change.org para salvar esta reliquia única, el ejemplar 8595A de la calle Lledoner número dos, y este talibán barcelonés que os escribe no podría estar más entusiasmado con el asunto. Las cabinas son un objeto que denota infinidad de experiencias pretéritas, todas ellas esenciales para la historia de la ciudad. Ante todo, debemos conservar nuestro pedrusco de Giza porque es el símbolo más palmario del espolio con el que la pérfida Telefónica nos robó con impunidad durante lustros, no sólo debido a su espantoso monopolio (posteriormente regalado por Aznar a sus amiguitos de pupitre), sino por todas aquellas monedas que perdimos en el interior de su panza sin regalarnos el don de poder llamar. Conocimos el espolio, hijos míos, a base de regalar monedas de cien pesetas a los piratas.

Conocimos el espolio, hijos míos, a base de regalar monedas de cien pesetas a los piratas

Es obligatorio conservar este ejemplar único, porque las cabinas son el imaginario sonoro inmaterial de nuestros secretos. A pesar de la paulatina aparición de la telefonía móvil, las cabinas han permitido que los amantes barceloneses se llamen sin dejar rastro del teléfono del adlátere en las pérfidas facturas con las que nos han masacrado las compañías del monopolio. Yo tenía una querida que me llamaba desde una cabina de Plaça Tetuan para evitar las sospechas del pobre Josep Maria con el que cohabitaba, ¡y como vivía yo de contento y feliz cuando el número desconocido aparecía en la pantalla del móvil, noche tras noche! Quien no ha metido mano a una madraza, sediento de muslo en una cabina, mientras de ahí caían monedas, bragas, gabardinas y el coito devenía el ballet imposible entre la mano y las puertas plegables, que retornaban el impulso de la apertura con un azote heridor, bofetón involuntario. La ciudad es una suma inacabable de secretos, y la cabina es su santuario primordial.

Debemos preservar esta cabina de la calle Lledoner y permitir que los drogatas la visiten regularmente para pincharse y así poder recolectar sus bellísimas cucharitas con tal de enviarlas en tanto que objetos preciosos a la mariconada esta del Museu de les Cultures del Món. En este cubículo que es pasado y gesto tenemos que ir todos a vomitar cuando pillemos una buena taja, porque es en las cabinas donde hemos disparado siempre todo el dolor del exceso etílico. Nuestra administración post-comunista debería promover excursiones de mozuelos y viejunos a la cabina 8595A, un objeto ciertamente más importante que los jardines novecentistas de Horta o que la repulsiva e inacabada catedralucha de Gaudí. Nuestra híper-alcaldesa debería hacer acto de presencia en Horta y, tras pimplarse una cervecita en las sórdidas sillitas de la cafetería Manabi, llamar a Mariano Rajoy desde esta cabina para así pedirle un referéndum pactado con todas las garantías del mundo, ante el estupor del vecindario.

Nuestra híper-alcaldesa debería llamar a Mariano Rajoy desde esta cabina para así pedirle un referéndum pactado con todas las garantías del mundo

Salvemos a la cabina, queridos vecinos, última piedra del robo, santuario del coito y basílica del vómito. Seamos conservadores, nosotros, que somos desde hace tiempo los más progresistas del mundo.