Como manda la tradición anual, tras el Día Mundial sin Tabaco (o como coño se diga la milonga en cuestión), los fumadores del planeta debemos aguantar durante semanas una cascada de homilías por parte de los medios de comunicación, de doctores eminentes y de políticos responsables que nos advierten del peligro que implica nuestro pernicioso vicio, recordándonos la habitual lista de cánceres, anginas de pecho y mutilaciones genitales que comportará. Las filípicas, todas ellas servidas con la moralina de quien antes llamábamos las personas de bien, son todavía más repulsivas cuando se sirven en la secta política, a saber, de las administraciones que nos advierten del peligro de fumar mientras, cínicamente y sin piedad, aumentan el precio del producto con impuestos delirantes para, dicen, sacar algún beneficio de ello con la excusa de tener más pasta para hospitales.

Las autoridades planetarias y los médicos (una de las sectas, por cierto, que de lejos ha tenido mayor nómina de adictos) debería saber que los fumadores no sólo somos perfectamente conscientes de los agravios que implica intoxicarse con el tabaco, sino que las admitimos estoicamente porque esto de fumar no nos convierte automáticamente en gilipollas. Servidora de ustedes fuma, compulsiva y placenteramente, fuma sin filtros (que es como apuramos la droga los hombres de verdad, preclaros y desagradables por naturaleza) y chupa los puros como si la vida le fuera en ello. Como la mayoría de fumadores del mundo, sé certeramente que mi vicio me enterrará, pero sólo faltaría que, a banda de robarme con impunidad, los estados todavía quieran tener la prerrogativa de obligarme a dejar de escoger la forma en que quiero palmarla y largarme de este mundillo.

A cada pequeña ingestión de humo, sé a conciencia que la vida tiene muchos números para acortarse, pero este ínfimo quiebro moral es mucho menor a la enorme satisfacción que para mí representan mis puritos y los habanos que me zampo a diario y que me birlan el sueldo de El Nacional. No quiero dejar de fumar, entendedlo de una puñetera vez, porque adoro el ardor que me baja de la lengua al ano cuando hago el primero del día, en perfecto matrimonio cafetero, y que produce esa apertura intestinal de una naturalidad cósmica. El vermú, signo altísimo de la civilización y de la raza mediterránea nuestra, sólo consistiría en una ingesta entre horas si no fuera por la deliciosa embriaguez del humo combinado con la birra. Así con el Old Fashioned nocturno, el gin-tonic del atardecer y el cansino sexo que, tozudamente, nos exige el amor conyugal.

Escoger la propia forma de morir hasta donde puedas es un hito de la humanidad, y es por ello que fumaré y moriré fumando aunque los burócratas me frían a sermones e impuestos. Entiendo que las autoridades nos impidan fumar en los automóviles y en ciertos lugares de concurrencia pública porque yo a un memo que hace algo tan sagrado como fumar en su coche lo detendría por temerario y por quinqui, pero tengan la bondad de dejarme matar como me salga de los cojones del alma. ¿Cómo quieren, queridos diputados y presidentes, que imagine con calma el nuevo insulto del catalán que más se ajusta a la existencia de Pere Aragonès sin la ayuda de mi querido purito de cada media hora? ¿Cómo quieren, estimados conciudadanos, que yo imagine que tras Quim Torra vendrá Joan Tardà si no puedo vislumbrar que de noche, en la calle Bellafila, podré matar el día con la gracia de un puro en la boca?

Dejadnos, os lo ruego, continuar con el privilegio de irnos matando con parsimonia. Y dejad los sermones para otra vida, porque llevan a una muerte segura.