La vida (y las lecturas) me han llevado a fiarme muy poco de las revoluciones y, en general, de aquellos que avistan grandes cambios y transformaciones sustanciales en cada esquina. Durante esto del coronavirus, y como ya pasó con la crisis económica del 2006, ha emergido mucha peña que disfruta haciendo de coach de la tribu y que se lo pasa pipa anticipando las catarsis vitales que, dentro de muy poco, dice que nos provocará el haber superado esta dichosa pandemia: que si de ahora en adelante pondremos entre paréntesis todo eso de las comunicaciones virtuales y volveremos a apreciar el tacto y los abrazos con el cuñado, que si velaremos por mantener la pureza de aire que la falta de automóviles y el paro de las grandes industrias ha regalado a nuestras ciudades, que-sí-ahora-sí-que-sí retribuiremos como se merecen a las enfermeras por su sacrificio... y toda una serie de buenos deseos que ya conocéis.

Servidor disfruta mucho más profesando un estoicismo sin fisuras y poniendo entre paréntesis toda esta plática cursi de "el antes y del después". No sólo porque crea que cuando lleguemos al último tramo de la última fase posible, y después de un tiempo de aparente felicidad y compañerismo chupi-guay, volveremos a pensar que el cuñado es un pesado de narices y que lo abrace su puta madre, seguiremos convirtiendo la calle de Aragó en una autopista fétida llena de humo y todoterrenos, bajo la excusa de llegar rápido al trabajo, y de nuevo nos pondremos como una mona cuando las enfermeras nos corten la AP-7 un viernes por la noche para reivindicar sus derechos laborales. Ya sé que hacerse las ilusiones justas es ir a la contra de este tiempo de cazadores de tendencias, pero siempre preferiré pasar por aguafiestas que no entonar un we are the world que sólo puede acumular desencanto existencial.

En un momento donde el deporte de la patria parece inyectar moralismo, a mí me complace mucho más abrazar una ética de mínimos, que, sobre todo, nos evite tropezar con las piedras del pasado. En este sentido, y pensando sobre todo en el universo de la comunicación, sería la mar de feliz si, después de esta pandemia, tendemos todos juntos a sobredimensionar mucho menos las cosas en general. Pongamos un par de ejemplos; esta semana, la prensa de casa y del Estado ha gastado toneladas de tinta con la emergencia de una nueva clase manifestante, los cayetanos, que parecería haber invadido las calles de Madriz para protestar contra la política de fases y la restricción de movimientos impulsada por el Gobierno en la comunidad del kilómetro cero. A la mayoría de estas manifas había más periodistas y cámaras de tele que luisalbertos y tutunas, pero eso no ha impedido que la cosa inunde los informativos de una forma exasperante.

No pasa nada si ponemos la imagen o el vídeo del día entre paréntesis, a riesgo de buscar el contexto, si así lo podemos circunscribir mejor, y regalarnos a todos nosostros una información más veraz y menos apocalíptica

De la misma forma, la red tuitera se ha pasado días comentando con indignación las fotografías de las playas barcelonesas, primero cuando llegaron los niños y después los adictos al gym. Los apocalípticos de Twitter predijeron que la llegada de los chiquillos a la Mar Bella comportaría cien-mil volcanes de rebrotes de la Covid, lo cual se ha demostrado falso en pocas semanas. Igualmente, los mismos jinetes del milenarismo han paseado su manía de sobredimensionar las imágenes de deportistas en la Barceloneta, advirtiéndonos de lo distópica que sería una vida en que el fitness invadiera incluso la arena. Poco importa que el contagio del virus al aire libre sea de probabilidad ínfima y da igual que la mayoría de deportistas (sea sólo por pura utilidad) respetaran la distancia de seguridad, porque el sobredimensionador profesional sólo orgasma con música de réquiem.

Lejos de grandes pretensiones morales, insisto, yo me conformaría prohibiéndonos a todos juntos, aunque sea como un mandamiento interno, la tentación de sobredimensionar los asuntos. Pues no pasa nada si ponemos la imagen o el vídeo del día entre paréntesis, a riesgo de buscar el contexto si así lo podemos circunscribir mejor, y regalarnos a todos nosostros una información más veraz y menos apocalíptica. Prohibido sobredimensionar, afirmo a grandes gritos, e incluso diría (¡aunque me afecte directamente al sueldo!): prohibido opinar si antes no se han hecho unas cuantas respiraciones profundas y se ha esperado que la realidad, como suele pasar siempre, no acabe en grandes explosiones ni centenares de walking dead por la calle. ¿Hay cuatro imbéciles que se manifiestan en Madriz? ¡Pues mira, si son tres memos mejor ni filmarnos! ¿Los deportistas llenan la playa? ¡Pues sí, señora, porque los gimnasios cierran y preferimos sudar delante del mar que no en la cima del Aneto!

Intentadlo sólo una semana, queridos lectores. Es una ética de mínimos, ciertamente, pero las ganancias reportan una tranquilidad casi tan grande como encontrar una vacuna para la coña del virus. Prohibido sobredimensionar. Hazme caso, reina.