Contra lo que pueda parecer, las delirantes negociaciones a contrarreloj entre convergentes y republicanos para formar gobierno serán de una gran utilidad para los electores independentistas. Antes y durante la campaña del 14-F, la ineptocracia indepe puso el hito de superar el 50% de los votos como condición previa a preparar aquello que, según el diccionario cursi-separatista, conformaría "un nuevo embate al Estado". Por enésima vez, y no es un asunto de opinión sino puramente objetivable, los partidos mintieron a los ciudadanos a sabiendas; se ha superado el límite del 50% y, como ha quedado patente, la independencia no sólo se ha expulsado de la agenda política, sino que los partidos se han dedicado a perder miserablemente el tiempo sobre asuntos menores como el papel del Consell per la República y la capacidad del independentismo para forzar al Estado no llega ni a poder presionarlo para volver a montar una de aquellas tristes, pobres y desdichadas mesas de diálogo donde políticos como Josep Maria Jové negocian con los socialistas con el yugo de una posible sentencia de prisión tras la oreja.

Hay que entender que los partidos toman y tomarán el pelo a sus electores por el simple hecho de que llevan prácticamente dos lustros haciéndolo sin ningún tipo de penalización electoral aparente (y escribo aparente, porque el 14-F más de 700.000 conciudadanos dieron la espalda a Junts pel Sou y Esquerra). De hecho, la situación actual haría el mismo tufo de ridiculez aunque el voto independentista hubiera llegado al 60%, pues los implícitos de la política catalana se fundan en el hecho de que las élites tienen barra libre para prometer y los electores, de momento, ninguna herramienta eficaz para contrarrestar la fraudulencia. Todo eso resulta muy útil, insisto, para entender que el único objetivo del independentismo es cocinar una situación de pax neo-autonómica que posibilite los indultos (el virrey catalán en el Gobierno, Jaume Asens, ya ha dicho que la medida podría tramitarse durante el verano) y que, en el fondo, la cúpula del secesionismo no tiene ningún inconveniente en disimular que antepone la excarcelación de los presos políticos a la liberación de la tribu. Las cosas, por fortuna, están claras.

El independentismo, en el fondo, busca un nuevo pacto del 78 a través de los indultos a los presos y del retorno paso a paso al catalanismo pujolista de verbo caliente y pactismo prudente. La única lucha real entre los partidos, por mucha reyerta que se finja, es la de luchar por este espacio simbólico que tradicionalmente había ocupado Convergència y que ahora quieren acaparar los republicanos. Pero la táctica de nuestra ineptocracia tiene varios puntos débiles. Primero, que si algo ha demostrado el procés es que la Generalitat es una administración urdida en Madrid para hacer creer a los catalanes que tienen algo parecido a una autonomía y así castrar los anhelos del independentismo con cuatro duros que se reparten pocos centenares de altos cargos, una élite que antes juraría la bandera rojigualda de rodillas que perder el jornal. Segundo, y consecuencia de eso, que presidencias folclóricas como las de Quim Torra han dejado la presidencia con menos efectividad política y glamur que la posibilidad de liderar una escalera de vecinos sostenida con vigas carcomidas.

Cada día seremos más y, por fortuna, habrá un momento en que los partidos catalanes se verán acorralados en sus mentiras, pues, como nos enseña la vida misma, la verdad acaba flotando gracias al imperio inexorable del tiempo

Las élites independentistas no sólo han menospreciado el hecho de haber perdido 700.000 votos el 14-F, sino que han escarnecido la posibilidad de que la sociedad que ellas mismas han adormecido a base de sus disputas de tres al cuarto pueda tramar alternativas políticas a su imperio de mínimos. Los partidos, y por eso hablo de un nuevo régimen del 78, confían en que la sola figura de los presos políticos andando libres por la calle podrá sellar esta nueva transición y que el chantaje emocional de haber pasado por la prisión hará imposible que la ciudadanía les haga una sola enmienda. Afortunadamente, los electores no somos imbéciles del todo y sabemos diferenciar la represión del Estado, que la hay y es cruenta, del hecho de que nos hayan vendido una serie de motos de las cuales ya no quedan ni las ruedas. Por fin se ha entendido, y no es pecado asumirlo, que Puigdemont y Junqueras trabajan para sellar un pacto con España y están mucho más interesados en que la Wikipedia los inmortalice como mártires de una causa perdida que en hacer efectiva la independencia.

Hace tres o cuatro años, cuando escribía artículos como estos, mis lectores me acusaban de tener el corazón de mármol, de haber renegado del independentismo y de vivir obsesionado por ser columnista del ABC. De momento, ya lo veis, en casa no sólo vivimos encantados sin recibir llamadas de Julián Quirós (y, aunque le pese a muchos, escribiendo en estas bellas y amarillas páginas de El Nacional), sino que nos alegra ver como cada día hay más ciudadanos que han decidido emanciparse del procesismo y volver al camino del independentismo. Cada día seremos más y, por fortuna, habrá un momento en que los partidos catalanes se verán acorralados en sus mentiras, pues, como nos enseña la vida misma, la verdad acaba flotando gracias al imperio inexorable del tiempo. Las excusas de Pujol para tener castrada la tribu cayeron, las promesas de Artur Mas (estructuras de estado al frente) han quedado en inmensas columnas de humo... y muy pronto el procesismo verá como su podredumbre ya no puede aguantar un descrédito que primero aburría y ahora da risa.

De este final del procés no sólo resultará una ciudadanía mucho más despierta, y eso siempre es una buena noticia, sino una nueva hornada de jóvenes para quienes el 1-O no será sólo una fecha simbólica sino un principio fundacional de libertad irrenunciable. Mientras los partidos se entretienen en unos pactos que ya no interesan a nadie, el nuevo orden se va formando en las mentes del futuro y su estampida será imparable. Si mi generación mantiene el tipo, y los amigos no acaban vendiéndose a cambio de una casita con jardín como han hecho Pablo Iglesias y Albert Rivera, esta regeneración del mapa político catalán que culminarán en los millennial será todavía más rápida. Que las élites se vayan riendo, que los volcanes suelen tener la simpática decencia de no avisar cuando estornudan toneladas de lava.