La semana pasada circulaba un vídeo por la red en el que Tardà y Rufián, Miliki y Fofito a tiempo parcial, se marcaban un momento Rosalía palmeando en imitación de un gag de Polònia que los había ridiculizado previamente. La consecución natural de las artes pide que el humor neutralice el delirio o ponga de relieve la incompetencia de la política, pero hace ya un tiempo que son los representantes de la cosa pública quienes manosean el efecto catártico de la parodia, superándola. Cierto es que la política catalana les pone cada día más difícil el curro a los guionistas de Polònia y espacios similares. Si la tendencia que viene de América es relativa a políticos con más bien escaso sentido del humor (al amo del mundo le gusta mucho más hinchar los labios que no ejercitar su apertura), parece ser que nuestros líderes viven muy confortables imponiéndose la charlotada como solución a cualquier problema habido y por haber.

Un líder abraza la decadencia cuando solo le queda gestionar su propio escarnio. Así Theresa May, que tras su desastrosa gestión con el Brexit apareció hace muy poco en la convención de su partido danzando como una oca; y así también Tardà y Rufián, Pulga y Linterna, cada día más encantados de vivir en su mundo de existencia Twitter que todo lo reduce a entretenimiento. Sin caer en ninguna vetusta tecnofobia, algo sí tiene que ver con la red, un instrumento que saca rédito de la ocurrencia verbal momentánea y ahuyenta la reflexión. El problema aparece cuando la inercia de frivolidad deriva necesariamente en el infantilismo, que no es patrimonio único de ERC. Cuando Elsa Artadi, por ejemplo, recuerda a los republicanos que Carles Puigdemont ha escrito cuatro cartas a Junqueras sin respuesta alguna por parte del vicepresident legítimo se adecua perfectamente a este clima de patio escolar difícilmente superable.

Paradójicamente, esta infantilización de la política no ha ayudado a ampliar los límites del humor ni de la tolerancia de los políticos a un escarnio que vaya más allá de lo que, en el fondo, les es muy cómodo. Sucedió con el famoso caso de Dani Mateo cuando osó utilizar la bandera como pañuelo moquero, un acto que demostró cómo, en lo que toca a los símbolos, todavía no podemos afirmar lo de je suis Charlie. De hecho, una vez estallada la polémica del gag con la rojigualda, un cómico aparentemente ácido como el Gran Wyoming se disculpó ante la audiencia afirmando que el gesto de su subordinado no tenía intención política alguna (!!!???). En el límite de tal proceso de infantilización, los políticos (y el poder simbólico que dicen preservar) acabará pidiendo en exclusiva la patente de la producción de humor, en el sentido que marcará, como pretenden los chavales consentidos, todo lo que se salga de una norma confortable.

Los humoristas tendrán que hacer gala de mucha imaginación (y valentía) si pretenden encontrar ese punto en que la sagacidad en lo infantil de los políticos no les pueda neutralizar. De momento, con parejas difíciles de igualar como Tardà y Rufián, lo tienen muy malamente.