En casa hemos celebrado la dimisión de Albert Batlle como jefe de la policía catalana, sobre todo porque cuando un socialista pierde la silla, la noticia siempre se tiene que recibir con alegría y champán. A medida que se acerca el referéndum de autodeterminación, el Govern purga su grasa sobrante de autonomismo, lo cual quiere decir que abandona la hipoteca del miedo. Que el españolismo haya recibido la irrupción del nuevo jefe de la policía, Pere Soler, como un caso de hooliganismo totalitario y de pureza independentista muestra hasta qué punto la normalidad en la gestión de un país (en este caso, que se disfrute de una policía al servicio de su pueblo) ha sido una excepción en la política catalana de los últimos lustros. La policía es nuestra, ciertamente, y esta no es una sentencia golpista ni excluyente, sino la frase que tendría que poder pronunciar cualquier habitante de una nación próspera y recta.

A punto de tocar con los dedos el 1-O, los Mossos no podían tener un jefe de la policía como Batlle, que desayunaba con Daniel de Alfonso cuando formaba parte del núcleo duro de la Oficina Antifrau: después de conocer las grabaciones de Fernández Díaz con el antiguo agente del alcantarillado, eso lo puede entender incluso un bebé. La policía nos obedece, lo cual quiere decir que si tenemos un cuerpo de agentes es para protegernos del enemigo y no para tomar un café con pastas y charlar de la familia. Antes de que muriera Unió Democràtica de Catalunya, Ramon Espadaler fichó a Batlle con tal de asegurarse de que los Mossos fueran una policía insensible para un país sumiso. El cambio de liderazgo a nuestras fuerzas de seguridad era, por lo tanto, una cuestión de dignidad mínima, porque una nación que no está dispuesta a comandar a su policía es un colectivo amorfo y espantoso que no tiene nada que proteger.

La policía catalana tiene que defender la voluntad de sus ciudadanos, porque la radicalidad implica sacar urnas, no ponerlas

La policía es nuestra, y los Mossos tienen que colaborar con el Govern, como pasa en todas partes, con el objetivo de que rija el orden, porque en casa también somos amantes de la normalidad y en Catalunya eso se conjuga con el verbo votar. La policía catalana tiene que defender la voluntad de sus ciudadanos porque la radicalidad implica sacar urnas, no poner como quiere la mayoría. Cada día quiero más a este referéndum y por eso lo reivindicaba cuando todo el mundo lo ridiculizaba y la gente hablaba de pantallas pasadas: fijaos como él solito ha hecho huir a miedosos y tibios de la administración catalana y como la sola presencia de la votación nos ha hecho darnos cuenta a todos de cómo el miedo y la represión han dominado y todavía rigen nuestras vidas. Las fuerzas de orden pacifican a una sociedad y no hay nada de temerario en un referéndum con el que se consulta el pueblo, la seguridad siempre será hermana del libre albedrío.

La policía es y tiene que ser nuestra: Fijaos qué vergüenza nos daba, hasta hace muy poco, decir esta frase tan normal. Agentes, tengan la bondad y hagan el favor de cuadrarse bien firmes y gallardos cuando me dirija a ustedes, que soy un ciudadano de Catalunya. Y aparte de protegerme, tengan la bondad de ir a votar. Como siempre. Ya pueden descansar.