Espero que la colega Marta Gambín me permita robarle el título de su último e interesante artículo, un texto de nuestro suplemento cultural Revers que merecería atención sólo por el hecho de haber entrado en el "Top 20" de El Nacional de la semana pasada, lo cual no sólo certifica lo candente que es la discusión en cuestión, sino también el interés de nuestros lectores por algunos temas que van más allá de dónde está Puigdemont o la salmodia semanal de Junqueras (y yo que me alegro). Gambín se describe como "una menda que se ha criado viendo las telenovelas de TV3, que ha llorado como una poseída con Alejando Sanz y que nunca ha abierto un libro de Josep Pla o Günter Grass", alguien que ha crecido a base de Estopa y Love of Lesbian ("mi calle, mi escuela, lo que he mamado de los desgraciados de mi pandilla"), y sobre todo que está hasta los ovarios de la suficiencia moral "de aquellos que se creen superiores por conocer nombres impronunciables del siglo XVIII y que sacan a pasear su complejo de Descartes incluso cuando se habla de macarrones".

Resulta interesante leer a Marta diciendo que "es una hartura tener que justificar el consumo privado para que no le hagan a una sentirse tonta" y escribo extraordinario (o fuera del común) porque aquello que más sorprende de su artículo, y lo convierte en problemático en sus apriorismos, es el hecho de dirigirse a un interlocutor que no existe. Sería muy difícil encontrar a un crítico de la cultura que este año sostuviera un corte preciso entre obras literarias, géneros artísticos o disciplinas según un criterio de elitismo versus cultura popular. A su vez, diría que ni el más cultureta de los refinados caería en la ya vetusta y superada distinción de apocalípticos versus integrados, y cualquier sociólogo del arte competente, a la hora de analizar el palpitar cultural de una época, contaría a buen seguro con nombres que Gambín cree objeto de desprecio por los supuestos finolis, como Rocío Jurado (una de mis cantantes favoritas de flamenco, by the way) o Charlie Pee. Si el ser en cuestión subsiste, no es por elitismo, sino por el hecho tan habitual como contingente de ser un perfecto imbécil.

Sería muy difícil encontrar a un crítico de la cultura que este año sostuviera un corte preciso entre obras literarias, géneros artísticos o disciplinas según un criterio de elitismo versus cultura popular

Que una periodista joven, por lo tanto, se afirme en una dualidad inexistente es un hecho destacable y sintomático, y lo es todavía más cuando la articulista define esta alteridad como "el típico abusador excluyente a quien nadie quiere enfrentarse porque tiene más ímpetu, más vehemencia, más mala leche". Me cuesta creer que alguien asedie a un mortal de la plebe bajo la excusa de demostrarle que la Júpiter de Mozart es más interesante que Serrallonga del grandísimo Lildami o cualquier otra referencia sacada de un canon artístico, una mandanga que sólo explican los profesores de literatura mal pagados para ventilarse las clases con más rapidez. No frivolizo con el ahogo que haya podido sentir Gambín ante un señoro (entiendo que el cultureta es básicamente fálico) que quiera imponerle su criterio; sólo me gustaría contribuir a su tranquilidad recordándole que el ser en cuestión no sólo es de ciencia-ficción, sino que tiene mucho más de patético que no de poderoso. No hay mejor forma de liberarse, en definitiva, que matar al enemigo invisible.

Dice Gambín que "la cultura es un ente indisociable del ser humano y no puede ser excluyente, nunca, en ninguna dirección". Es exactamente lo contrario; justamente porque las pautas culturales son una constante y se recogen en la antropología o el arte, cualquier criterio cultural es discriminatorio por naturaleza, expresa un origen, una elección y, por lo tanto, una disociación entre una cosa o la otra. Cuando la autora confiesa emocionarse con "una cita entre comillas que nos convence para hacer aquella llamada", afirmando que "no hay nada más universal que eso", se refiere a sentimientos, acciones y llamadas que, lejos de universales, están perfectamente pautadas por los tótems del sistema cultural en un entorno geográfico bien delimitado, del mismo modo que su elitista imaginario (o desfasado) sigue unas normas de conducta que son tan caducas como trazables. Que la autora no sufra; todos hemos visto expertos en Kierkegaard marcándose un buen perreo, catedráticos marmóreos llorando con una canción de Perales, y pedantes como servidora afirmando sin problemas que Leonard Cohen es un puto coñazo.

No querría pecar de paternalismo, pero diría que lo mejor que pueden hacer los jóvenes, sean articulistas o no, es desestimar distinciones que ya no se aguantan y, sobre todo, creer que su opinión cuenta y que están muy lejos de ser una panda de desgraciados. A mí, por lo menos, lo que diga Marta Gambín me importa.