En puertas de una cuarta ola de la Covid-19 y con todos los epidemiólogos y médicos de la tribu advirtiéndonos de que las UCI volvían a rebosar de pacientes, los catalanes hemos decidido que valía la pena pasarse las recomendaciones sanitarias por el arco del triunfo y viajar a dar la mona al ahijado. Después de pasarnos semanas haciendo el pureta, escandalizados con las fotografías de los gabachos borrachos en las calles de Madrid, en Catalunya hemos perpetrado exactamente las mismas e imprudentes fiestas y los Mossos han multado a centenares de miles de conciudadanos que se habían meado en sus respectivas burbujas familiares para hacer una cosa tan necesaria como pirarse de la ciudad para entregarle a un crío un pastel revestido de huevos de chocolate. Algún optimista antropológico —algún cretino, vaya— dijo que esta pandemia nos haría mejores personas: pues bien, el resultado pinta todo lo contrario.

Entiendo que muchas familias con chiquillos, después de las absurdas restricciones de movilidad infantil-juvenil de la pasada primavera, tuvieran muchas ganas de ir por ahí con la descendencia. Comprendo la fatiga de estar en casa y ver limitada la libertad de movimientos. No quiero una sociedad de seres cumplidores y angélicos, pero tampoco esta turba de lloricas en la que nos hemos convertido últimamente. Para fatiga la que sufrían mis abuelos, que trabajaban en el taller de sol a sol. Para cansancio el de la generación de mis padres, que nació con una dictadura que era mucho peor que este fatigoso procesismo nuestro, ¡y mira que es difícil de superar! Los ciudadanos que hemos vivido toda la vida en unos niveles de prosperidad y libertad inauditos en la historia del país, que hemos pasado esta tragedia con Netflix y Glovo a domicilio, no tenemos derecho a un solo minuto de queja.

Si la mayoría de nosotros hubiera tenido que defender los derechos humanos a golpe de fusil durante el siglo XX, Hitler todavía estaría fumando un purito en su residencia de verano y los campos de exterminación todavía escupirían ceniza

La humanidad está a punto de ganar a la pandemia y esta sociedad tan injusta contra la que nos pasamos el día refunfuñando ha producido un remedio para la Covid-19 en menos de un año. Los gobiernos se han equivocado de criterio y no siempre han sobresalido en sus decisiones, es cierto, pero vivimos en un mundo donde ya disponemos de cuatro o cinco vacunas para curar un virus mortal a un precio que no supera un trayecto en taxi. Si la mayoría de nosotros hubiera tenido que defender los derechos humanos a golpe de fusil durante el siglo XX, como así hicieron nuestros abuelos (que han sido, al fin y al cabo, los más afectados por este condenado virus), Hitler todavía estaría fumando un purito en su residencia de verano y los campos de exterminación todavía escupirían ceniza. Ay, es que estoy cansado de no ver el mar y de no poder salir a cenar. ¡Pues vaya al psiquiatra, señora, que las afecciones mentales son uno de los lujos de la contemporaneidad!

Un pueblo que no puede prescindir de la escudella y de los huevos de chocolate no merece la libertad, pues sólo quien sabe obedecer es digno de ganarse la autonomía. Hace meses aplaudíamos a los sanitarios en el balcón y ahora que la televisión no los enfoca (a pesar de que las UCI están igual de llenas y que las enfermeras trabajan con la misma extenuación y por el mismo sueldo), pues todos a la playa y a los doctores que les den por saco. Ya me diréis si nos hemos hecho mejores que la gente sigue subiendo al Empordà los viernes, que es una actividad que en casa, a pesar de tener un terreno, no hemos osado hacer nunca, puesto que llenar los peajes siempre nos ha parecido de muy mala educación. Cuando he tenido tentaciones de hablar de la Covid-19 en términos de sufrimiento, he recordado las manos deformadas de mis abuelos, con los metacarpos deshechos de tanto trabajar. Si en algún momento he tenido ganas de llorar, he entendido que las lágrimas exigen más pena.

Y ahora disculpad de que os deje y acorte el párrafo, porque hoy tengo la suerte de tener sesión con mi magnífico psiquiatra, que me cura pacientemente unos problemas prototípicos de posadolescente del primer mundo que son una ganga casi tan magnífica como esta pandemia Netflix que nos ha regalado los horarios europeos y un Empordà mucho más limpio. No lloréis, va, que vivimos de coña.