La sirvienta me cuenta furiosa que HBO ha retirado la película Gone with the wind de su catálogo y me lo explica así, desdichada y fiel al idioma original, porque en casa incluso las criadas son de la cultureta y se ven reflejadas en heroínas del tipo Vivien Leigh. Prosigue con la noticia, todavía indignada, explicándome que otras plataformas como Netflix se han sumado a la oleada de la censura artística, silenciando clásicos o preludiándolos de un cartelito informativo donde se advierte de los contenidos racistas y machistas del filme, y que incluso aquella memez de las estatuillas que hacen en California empezará a regirse por criterios de "diversidad y de inclusión". Mientras esmerilo uñas, pienso que ya es extraño que una carrera censora hacia la estupidez venga de parte de los yanquis, siendo Catalunya no sólo el país en que hay más ofendidos por metro cuadrado, sino donde el hecho de sentirse agravado es el deporte nacional.

Efectivamente, poner Llevado por el viento (aclaro que la traducción del inglés, más exacta, es mía; soy todavía más pedante que el servicio) en esta especie de cuarentena moral representa un triple salto del cretinismo difícilmente superable. Primero y básico, porque ya sabemos que eso de la moral siempre se conjuga en presente y juzgar el ámbito del pasado con los valores de este año es una cobardía sólo apta para cuñados que se embriagan. Pero también para la propia historia de Hollywood en relación con la negrura, ya que personajes (prototípicos y estigmatizados, cierto) como esta Mammy interpretada por Hattie McDaniel serían una vía a partir de la cual los genios de la factoría David O. Zelznick habituaron a los espectadores blancos a un primitivo factor de diversidad en los tiempos donde la simple aparición de alguien de color en la pantalla podía acabar con hostias en la platea o, literalmente, con el cine en llamas.

De hecho, gracias a la película en cuestión, McDaniel ganó el Óscar a la mejor actriz secundaria, convirtiéndose en la primera afroamericana en obtener el galardón, que aceptó el 29 de febrero de 1940 en el Ambassador de Los Angeles diciendo: “I sincerely hope I shall always be a credit to my race and to the motion picture industry.” Todo eso puede desconocerse por pereza o simple necedad pero, precisamente gracias a los trastos que han inventado los americanos, documentarse es una cosa que sólo exige un toque de Youtube y una mollera menos monacal que el de los zafios de HBO y toda su corte de ofendidos profesionales. Antes que poner un cartelito informativo sobre el contenido de una película sería mucho mejor que los nuevos obispos la censuraran y ya está, ya que siempre será mejor que te corten un brazo en silencio que mutilarte escuchando un sermón edificante.

Si queréis ciudadanos bien formados que capten rápidamente los estigmas, amigos de Hollywood, haced como siempre se ha hecho en los EE.UU.: sed lo más indiferentes y ateos posible

Aquí nadie discute que cualquier persona, tenga la herencia racial o sexual que sea, pueda sentirse ofendida leyendo Tintín en el Congo o Pretty Woman. El problema se manifiesta cuando una ofensa quiere dirigirse desde el Olimpo de los biempensantes, a través de notitas que infantilizan a la sociedad y, con su insufrible soberbia, llegan a estigmatizar todavía más a los negros y a las mujeres. Contra lo que creen los cursis y los obtusos, el arte no se ha hecho nunca para educar, ni mucho menos para volver racista a quien no lo era. No hay cosa más retrógrada, moral-patriarcal y vetusta que el hecho de pensar que una advertencia (sic) pueda cambiar el juicio moral de una persona ante un hecho estético. ¿Quién le ha dicho, señor HBO o amigo Netflix, que yo necesito una review previa a la película para situarme en un terreno de visualización adecuada? Advertencias, si no les sabe mal, sólo para epilépticos.

Eliminar los rastros de aquello que ahora pensamos injusto en la historia es la mejor forma de repetirlos, y eso vale para una película o para una estatua en una plaza pública. Centrar el juicio moral sobre una obra de arte en una hipotética ofensa es el peor signo de oscurantismo, porque la raza o el género son un estado físico o existencial (dispuesto a todos los cambios y transformaciones que el individuo quiera, sólo faltaría), pero no un argumento de autoridad. Que una persona de color, o que ha sufrido la lacra del racismo, sufra o se indigne más viendo Gone with the Wind es una realidad emocional tan incontestable como que este sentimiento no disfruta de ningún tipo de superioridad moral a la hora de evaluar esta película o la que ocurra y, ni mucho menos, a la hora de censurarla o, todavía peor, erigir un cedazo moral que la convierta en algo digerible para todos los públicos, moralistas incluidos/as/es.

Si queréis ciudadanos bien formados que capten rápidamente los estigmas, amigos de Hollywood, haced como siempre se ha hecho en los EE.UU.: sed lo más indiferentes y ateos posible. Hace tiempo, los catalanes también seguíamos este patrón, pero con tanta apelación al agravio y tanta feminista motivada en el Twitter estamos consiguiendo aquello que ni el papa habría podido urdir con tanta maña: el retorno de los monjes y, en general, de todo espía de la ética en el mundo de la belleza. Qué pereza y qué cantidad de plastas tenemos que aguantar, miss Scarlett. Y qué bien sujetaba la zanahoria usted, desgañitándose contra el cielo rojo de ira.