La sumisión del independentismo se ha evidenciado esta misma semana cuando nuestros aparentes líderes diseñaban la estrategia política y el Govern de los próximos cuatro años en una prisión y con el visto bueno de los carceleros españoles. Todos recordaréis cuando, en tiempo del juicio a los mártires políticos, los representantes de la tribu (encabezados por su tuitero jefe, Gabriel Rufián) no desperdiciaban ninguna ocasión para recalcar la crueldad que comportaba tener convergentes y republicanos en la mazmorra, un hecho que el paso del tiempo y el retorno a la autonomía ha naturalizado como consuetudinario. Afortunadamente, ni el elector más lacista puede creer que, hoy por hoy, se pueda elaborar una hoja de ruta creíble hacia la independencia entre las rejas de una prisión. Incluso Joan Bona Nit, que con su paciencia infinita arropaba a los presos cada atardecer, ha entendido que en Lledoners el único acto de resistencia que se puede urdir es el de jugar al póquer de altos cargos y repartir consellers.

La estrategia de claudicación que ahora encabeza Esquerra, con la poco disimulada ambición de dominar el antiguo espacio político convergente, va dando sus frutos en la relación con Madrid. El enfriamiento de la tensión empezó este pasado marzo con un movimiento tan sintomático como poco comentado: el retorno de la exconsellera de Agricultura Meritxell Serret de Bruselas. Poniendo pie en la patria —según ella misma, para reivindicar el escaño ganado el 14-F y hacer política desde Catalunya—, Serret rompía la estrategia unitaria del exilio con visita incluida al Tribunal Supremo. A nadie le sorprendió que, después del peso que había ganado el exilio y la condición de eurodiputado de Carles Puigdemont, la actual representante de la Generalitat en la delegación del Govern en Bruselas quedara inmediatamente en libertad (los jueces no imputaron ningún gasto del 1-O a su departamento) y que la noticia pasara prácticamente desapercibida a los diarios de Madrid.

Los españoles han sido lo bastante hábiles como para apretar a la clase política catalana de una forma tan natural que ha convertido paulatinamente a nuestros mandatarios en una especie de temerarios que juegan al trivial con cosas tan serias como el horario de apertura de comercios y restaurantes

Tampoco resulta fruto del azar que, en su brevísima declaración ante el juez Llarena de esta semana, la exconsellera asumiera tan tranquila ante el antiguo azote del independentismo que desobedeció a sabiendas las advertencias del Tribunal Constitucional cuando se aprobaron las leyes de la desconexión y del referéndum. Mientras Serret allanaba el camino hacia una condena por desobediencia, el mismo tribunal declaraba que pasadas las elecciones en la república independiente de Madrid, empezará a estudiar las medidas de indulto que pueden acabar liberando a los sediciosos condenados por Marchena y compañía. El informe del Supremo no es vinculante, pero derivará directamente al ministro de Justicia español, Juan Carlos Campo, que fue uno de los jueces más afines al PSOE y que ha hablado más abiertamente del carácter reconciliador de los indultos; una medida que, como entiende incluso un crío, se aplicará bajo condiciones políticas.

De momento, el catalanismo neoautonomista y los aparatos ideológicos del Estado traman este aterrizaje a la nueva normalidad (ecs) de la política española con la tranquilidad de hacerlo en un entorno pandémico y electoral; es decir, en un tiempo en que el periodismo de todos lados vive obsesionado con los resultados de los comicios madrileños y en que el común de los mortales está poco preocupado por Catalunya y mucho más interesado en cuándo podrá volver a casa de cenar en su restaurante predilecto cuando le salga de los cascabeles. Hablando del tema, tampoco es ninguna casualidad que el Govern de la Generalitat, permanentemente en funciones, haya especulado con la posibilidad de mantener el toque de queda una vez acabado el estado de alarma, en un caso más de frivolidad política (¡y económica!) que en cualquier país del mundo sería un escándalo. Una de las victorias de los españoles en Catalunya ha sido la de provocar que nuestros actuales consellers jueguen a hacerse los césares con nuestra movilidad.

Este doble juego de una clase política que no disimula su sumisión al enemigo y que juega también a la arbitrariedad legal a la hora de gobernar no es casualidad. Al fin y al cabo, los españoles han sido lo bastante hábiles como para apretar a la clase política catalana de una forma tan natural que ha convertido paulatinamente a nuestros mandatarios en una especie de temerarios que juegan al trivial con cosas tan serias como el horario de apertura de comercios y restaurantes. Tanto da que eso tenga un efecto nefasto en la economía y en la salud mental de los ciudadanos, pues su único objetivo es hacer ver que mandan y que la autonomía todavía decide algo relevante, por mucho que toque la moral de la tribu. Pero en el fondo, todos lo sabemos, el único objetivo de toda esta zarzuela es mantener viva la farsa y erosionar la democracia real. Como siempre, que les salga bien la enésima tomadura de pelo dependerá de las ganas que tengas de obedecer a los que te han traicionado sin miramientos.

Es así de fácil, ya lo sabes.