Dicen que la muerte es un fenómeno que entiendes y te hiere sólo cuando se larga "alguien que no tocaba". Los humanos de todo acabamos haciendo un cierto cálculo, y es muy lógico que, con coronavirus o sin, nos impresione más la muerte de una enfermera de veintipocos años o la de un niño que palma de cáncer que no que nos deje un abuelo que sobrepasa la setentena. En eso de los números siempre se esconde una cierta soberbia y, ahora que no tiene nada de extraordinario que un habitante de país próspero llegue a centenario, hemos establecido que con vivir setenta u ochenta, pues, para entendernos, ya está bien y, de hecho, acabamos solidificando el prejuicio según el cual estos veinte años extras de descanso que las personas mayores pueden disfrutar en jubilación son una especie de lujosa propina de lo que antes denominábamos "clase pasiva".

A inicios de este siglo y con la crisis inmobiliaria, nadie como la gente más mayor de nuestro país se vio afectada de este cuento que asocia la vivienda digna con un lujo no asequible para todo el mundo. Hasta hace muy poco, nadie hacía caso a los abuelos que tenían que abandonar la casa que les había hecho de hogar toda su vida debido al auge desorbitado de los precios de alquiler en la mayoría de ciudades catalanas. Nuestros ancianos han pasado por toda la gama de prejuicios posibles: se los ha tildado de aprovechados por querer vivir una jubilación en condiciones, de privilegiados por poder tener una casa y, finalmente, (quizás eso es lo que me toca más la moral) hemos frivolizado su sabiduría infantilizándola como si la existencia de la senectud fuera un Casal Rock permanente de excursiones y comidas del Imserso. Ahora, con el coronavirus, ya sólo nos faltaba naturalizar la muerte de los más viejos por el efecto de esta condenada enfermedad.

A ellos no "les toca morir": ahora les toca vivir y, de hecho, vivir mejor que nunca, porque muchos de ellos se han pasado la vida rompiéndose la espalda para que podamos vivir en las lujosísimas condiciones de nuestro presente

Pues, mire, no. A las personas mayores de nuestro país, un respeto. Porque nuestros abuelos y abuelas han vivido guerras y encarcelamientos, comparados con los cuales esto de ahora nuestro es una puta broma. Las personas mayores de este país han vivido una Guerra (In)civil, nuestras mujeres de más edad han sufrido una discriminación de género que por no tener no tenía ni nombre, y todo eso lo han hecho sin la ayuda psicológica que nosotros podemos pedir de forma gratuita al 012 ni con tanta mandanga de coaching deportivo en Youtube ni tanta verga en vinagre de videollamadas con los amigos. Nuestros abuelos no sólo son nuestra memoria, la base de nuestro país, sino que representan un ejemplo de fortaleza y de implicación nacional ante la cual los miembros de mi generación tendríamos que agotar reverencias. Sin abuelos no nos quedarían canciones, ni historias, por no hablar de la lengua con la que escribo.

Cuando oigo a algún conciudadano decir aquello de "Bueno, ha muerto con ochenta años, ya le tocaba", se me revuelven los pelos del pubis y empezaría a repartir hostias a diestro y siniestro. La muerte no es una lotería, es siempre una soberana putada, y más todavía si es en soledad, como así les está pasando a la mayoría de los ancianos afectados por coronavirus. A ellos no "les toca morir": ahora les toca vivir, y, de hecho, vivir mejor que nunca, porque muchos de ellos se han pasado la vida rompiéndose la espalda para que podamos vivir en las lujosísimas condiciones de nuestro presente, en el que quedarse en casa unas semanas ya es visto como una tragedia. Personas mayores del país, os toca vivir. No nos dejéis, que de vosotros todavía tenemos que aprender muchísimo.