Todos recordaréis aquel fragmento entre siniestro e hilarante de La montaña mágica en que el protagonista de la novela, Hans Castorp, descubre a los enfermeros del sanatorio Berghof deshaciéndose de los pacientes muertos a través de un elaboradísimo secretismo nocturno. Sacando los cadáveres cuando todo el mundo duerme, sin ningún tipo de comunicado ni plegaria posterior, los responsables de este extraño establecimiento (en el cual, de hecho, la gente acaba enfermando de aburrimiento o por causas ignotas) se aseguran que su clientela viva en una especie de mundo donde la temporalidad decae y todo dios se aferra a una especie de "final de la historia" sin ningún sobresalto. Esta existencia aburrida y ausente de conmociones sería, como anticipó genialmente Thomas Mann, uno de los rasgos de la clase media europea posterior a la Primera Guerra Mundial, una vez certificado el ocaso de la burguesía acomodada.

Más allá de si estas predicciones, copiadas torpe y posteriormente por Fukuyama, son aplicables a nuestros tiempos, estos días me ha sido imposible no pensar en la dinámica mortuoria del Berghof cuando me he encontrado con las crónicas fúnebres del coronavirus. En un mundo hipervisualizado, en el cual dios Google ya puede cartografiar todos los rincones del mundo con la captación de imágenes, las víctimas de la Covid-19 han marcado una diferencia sustancial, zafándose del archivo de imágenes que es Occidente como un niño que juega al escondite con el objetivo de una cámara. Los muertos de la pandemia han pasado directamente del ataúd a las cifras de los telediarios con el anonimato propio de las víctimas de los naufragios antes que nada, y su condición de apestados post mortem incluso les ha negado un ritual de despedida.

Son los muertos invisibles, los decesos sin luto, a quienes en alguna fase de las del futuro recordaremos con algún memorial de piedra especialmente anónimo. Los recordaremos también así, como una cifra

De hecho, las víctimas invisibles de este bicho lo han sido con una radicalidad inaudita: incluso inertes y con la piel helada, todavía han sido susceptibles de ser concebidos y temidos en tanto que fuente de contagio y, por lo tanto, como un peligro para los vivos. Los cadáveres han tenido que hacerse invisibles, en definitiva, no sólo porque desanimaban a la parroquia, sino porque, incluso muertos, seguían siendo un objeto problemático de meter en nuestro imaginario. En este sentido, la pandemia sólo ha hecho que radicalizar la tendencia de un presente que ha secularizado el luto y la ausencia con poca maña. Estos últimos meses, por ejemplo, la red se ha llenado de tuits con los cuales muchos usuarios de Twitter pedían "pensamientos positivos" para los ingresados en los hospitales o los difuntos, una versión fast food de plegaria secularizada muy adecuada para un mundo poco acostumbrado a convivir con la muerte.

Siendo los verdaderos protagonistas de esta pandemia, los muertos han sido a la vez el factor más ausente, acercándose a la condición cada vez más invisible de los afectados por conflictos que se prolongan en el tiempo, como los náufragos que se ahogan en el Mediterráneo en busca de una aparente prosperidad. Son los muertos invisibles, los decesos sin luto, a quienes en alguna fase de las del futuro recordaremos con algún memorial de piedra especialmente anónimo. Los recordaremos también así, como una cifra, porque en nuestra montaña mágica vivimos mucho más tranquilos sin ninguna noticia que sea realmente trascendente. Y mañana será otro día. Y mañana ya falta menos para la nueva normalidad. Y tira que tira, va.