Desde hace semanas, mis amigos independentistas a quien el 1-O había mutado la cara de alegría y de esperanza, admirados por la resistencia del pueblo ante la pasma, han vuelto progresivamente a pronunciar aquel discurso tan manido según el cual la mayoría de catalanes nunca estarán dispuestos a correr el riesgo que comporta alcanzar la secesión de España. En Catalunya, el triunfo del enemigo acostumbra a ir a la par con la propagación del conocidísimo discurso que equipara el soberanista al tendero: mucha mani y mucha inflamación estética, però cuando toca sacrificar la cartera, todo el mundo se larga para abrir la tiendecita y etc. Como pasa siempre, el discurso político tiene un correlato en el alma cultural de los hombres y su traducción vendría a decir que un ciudadano de Catalunya no puede desarrollar sus talentos de una forma natural en el marco de un mundo global sin someterse a la soberanía española: si uno acepta la castración política, tiene que pasar por el atajo de la realización personal.

Fracasado el primer intento de aplicar los resultados del 1-O (que ya venía de ignorar el plebiscito del 27-S) y de lleno en la era tramposa del realismo político, la lucha del catalanismo en los próximos años consistirá –como siempre, de hecho– en atacar este prejuicio. Visto que la liberación colectiva ha sido infructuosa por la falta de valentía de los líderes que hasta ahora han comandado el procés, la mejor forma de excitar el espíritu de la tribu será demostrando que el ejercicio de la libertad individual y del riesgo que comporta es productivo. Aquí entra en escena la figura del president Puigdemont, cuya investidura a distancia inquieta por igual a españoles e independentistas que se fijan mucho más en el manual de instrucciones del Parlament que en la legitimidad institucional. Así Ernest Maragall, que hace dos días nos aleccionaba sobre la liberación de la tribu, pero a quien la investidura de Puigdemont parece que deja fuera de juego por su extraña naturaleza procedimental.

De hecho, y como avisamos hace semanas, a medida que se acerque la investidura se tensará más la dicotomía entre el catalanismo de toda la vida (que quiere muscular independentismo platónico de aquel que habla mucho y hace poco) y la fuerza casi freak del president 130, que, desvinculado de cualquier parentesco con la miserable vida política catalana y amparado por la libertad de estar en el exterior, podrá exigir celeridades a los suyos como una auténtica mosca cojonera. De hecho, la actitud del president demuestra que la libertad es contagiosa, pues si alguien demuestra que ejerciéndola al límite, por muy radical y surrealista que parezca, se llega a resultados, el movimiento se trasvasará a las almas contiguas como la pólvora. Es muy fácil aleccionar a los otros y practicar el moralismo de salón, pero diría que nuestra tarea cultural será fomentar espacios de discurso lo más libres posible que contagien la praxis y maten el miedo.

Previamente a la libertad política, se debe alcanzar la libertad de palabra, conseguir que nuestros discursos hieran la moral de salón española, si hace falta ridiculizándola para obligarla a quedar fuera de juego. Así lo hicieron muchos ciudadanos el 1-O, no solo resistiendo la fuerza, sino burlándose de la represión con su capacidad imaginativa, como en aquel bonito pueblo del traspaís en que los ciudadanos evitaron a la pasma votando muy temprano muy temprano para recibirla con parsimonia y humor como si allí no ocurriera nada. Pues eso mismo, amados conciudadanos, hay que hacer con la palabra. Esta es, hoy por hoy, mi lucha. Y va para largo.