De vez en cuando, vale la pena entretenerse admirando como a la clase política española le cogen ataques de santidad moral. Como en estas semanas con la debilidad de los másteres, las convalidaciones y los doctorados, una sacudida que parecería haber situado los barómetros éticos del parlamentarismo español a nivel europeo, pero que, a pesar de algunas dimisiones ilustres, no afectará nada la dinámica perversa del sistema universitario clientelar de Iberia, ni de algunas ágoras académicas de donde desaparecen miles de correos electrónicos como por arte de magia y en que la libertad de cátedra se confunde con el caja-cobre más flagrante. Si algo hemos aprendido de todo es que, tanto en Catalunya como en España, resulta mucho más fácil hacer dimitir a todo un ministro por cometer el pecado de no asistir a clase que echar al catedrático caradura que se lo ha permitido.

Servidor, eterno doctorando sin tesis (bueno, de hecho la tengo en la cabeza, pero no os imagináis la pereza que me da ahora mismo coger las partituras de Mozart y ponerme a escribir sobre el libertinaje), yo que no tengo máster porque me han expulsado de toda cuanta universidad posible, y santamente han hecho, todo eso de la vanidad académica siempre me ha producido mucha holganza. De hecho, esta semana me lo he pasado de miedo viendo cómo algunos profesores de la privada catalana sin doctorado, de los que llevan años calentando la silla en nuestras benignas instituciones por el solo mérito de tener carné político, se dedicaban a escarnecer a Pablo Casado por no haber hecho no sé qué trabajos. También me ha hecho mucha ilusión pensar en los más de diez diputados de nuestro ilustre Parlament a quienes un buen amigo escribió la tesis por el módico precio de veinte mil pepinos. ¡Ay, la moral!

Pero todo eso es ruido y espectáculo, porque lo importante de estas disputas de academia ha sido ver cómo el asunto de los másteres ha ayudado a disfrazar algo mucho más interesante como la pelea infantil entre el PDeCAT y Esquerra, posterior a la famosa moción sobre el diálogo-dentro-la-ley en Madrid. ¡Eso sí tiene gracia, porque –mientras un millón de catalanes se manifestaban– nuestros representantes políticos, todos ellos vestidos con la camiseta republicana y gritando ni un pas enrere!, tenían la buena idea de presentar en el Congreso la enésima prueba de cómo se ríen del referéndum del 1-O. Por si no era suficiente, el conseller de orfeones y casales en el extranjero nos recordaba que eso de la vía unilateral, pues que para pasado mañana quizás sí, pero que ahora no toca (quién te iba a decir, Ernest, que acabarías hablando como un convergente).

Mientras todo el mundo charlaba de másteres y doctorados, ya lo veis, era más fácil ir colando el lenguaje de la rendición en el desdichado pueblo que, con una capacidad de paciencia envidiable, llenaba las calles como le pedía su clase política. Para condimentarlo a pesar de hacerlo un poco más sórdido, solo hacía falta que se sumara nuestra híperalcaldesa, recordándonos que ella había sido tentada con el soborno académico por obra y maldad de una directiva de multinacional, ¡ay, Jesús!, pero que había preferido continuar sin carrera a tenerla fraudulentamente. ¡Cuánto cachondeo, cuánta comedia, todo! Pero id acostumbrándoos porque, con el fin de disimular la negligencia diaria, los políticos catalanes se ejercitarán en su doctorado particular de inventiva y de cinismo durante los próximos años. Ya lo veréis: acabaremos añorando aquel tiempo benigno en que los políticos eran como Montilla, sin ningún título.

Dicho sea de paso, compañeros de la ANC: si queréis que la alcaldesa de Barcelona tenga más tiempo para dedicarse a acabar la carrera, podríais empezar a presionar por las primarias municipales que vuestros propios socios votaron para impulsar. Si no es molestia y la ANC tiene que servir para algo más que organizar manis, evidentemente...