Uno de los errores más remotos y persistentes del independentismo ha sido presuponer que la mayoría de políticos y burócratas españoles son imbéciles o malos estrategas. Lejos de cebarse con los débiles por sadismo o de actuar sin ton ni son, mediante la petición de inhabilitar a Mas, Ortega y Rigau, el poder madrileño nos ha regalado el enorme favor de explicarnos que vive muy cómodo en la lucha contra un independentismo que se limita a llenar calles y llorar un día al año. Mientras, con un mismo disparo, advierte a los funcionarios del Estado en Catalunya de lo que les espera si ayudan en los preparativos de un referéndum de autodeterminación. La situación es bastante curiosa, porque –a fin de cuentas– Mas será procesado por tramar una consulta que ideó al milímetro con tal de someterse a la ley española para no romper un solo plato. El hombre sensato, finalmente, caerá víctima de querer quedar bien con todo el mundo.

A pesar de que podamos considerar injusta o moralmente repulsiva la decisión de los jueces españoles (ello, por mucho que indigne a los moralistas de la tribu, es altamente irrelevante), sería oportuno que la aprovechásemos para entender que el martirologio de nuestros políticos no ha servido para aquello que los cursis llaman ensanchar la base del independentismo ni para avanzar en la hoja de ruta. Contrariamente, haber jugado la carta de una independencia bien amueblada y legal sólo ha provocado el aumento de la demagogia de los colauistas y de otros fanáticos del pacto. A los herederos comunes del PSC y a los podemitas el martirologio de Mas, Ortega y Rigau sólo les suscitará una lagrimilla de compasión cristiana para, acto seguido, continuar recordándonos que el expresidente era un recortador compulsivo y que Rigau quería cargarse la escuela pública. En el mundo de los sentimientos, los más demagogos siempre ganan la partida. 

Con el martirologio no basta y espero que todo el ejercicio de ambigüedad que siguió al 9-N y al 27-S sirva al president Puigdemont para no instalarse en la comodidad metafísica del llorón, imponer cuanto antes el referéndum y cumplir la promesa de finalizar su propia presidencia con la secesión. España suspenderá a Mas, Ortega y Rigau porque los fontaneros de la capital saben perfectamente que ello no afectará en nada la consecución o el fracaso de la hoja de ruta. Habrá más ira independentista acumulada, cierto es, pero la rabia sin vehículo siempre acaba derivando en nostalgia. ¡Faltaría más que uno no pueda sentir empatía con tres políticos que serán procesados por aquello que nosotros concebimos como un bien común, el ejercicio del voto! Pero pensar que con esto ya basta es continuar en la visión del adolescente, para el que la vida sentimental modifica necesariamente la realidad a su antojo. 

Si la presión del poder estatal para echar a Pedro Sánchez os ha parecido desmesurada, esperad al día en que Puigdemont hable de sancionar a los funcionarios catalanes que no colaboren en el referéndum o sobre el control del territorio por parte de las fuerzas del orden una vez proclamada la República. Hasta ahora no habéis visto ni una pizca, sólo la puntilla. Desde hace 500 años, los catalanes hemos sido tan zoquetes como para pensar que los españoles eran imbéciles. Se trata, entonces, de dejar de ser catalanes? No, se trata de abandonar la zoquetería y dejar de tomar a los españoles por imbéciles.