Siempre que la política catalana se enfanga en los bajos fondos del autonomismo (en cuestiones como la inmersión lingüística) el enemigo acostumbra a sacar a Hitler del armario para tildar a la tribu de nazi. Lejos de indignarnos, como hacen los mediocres, hay que abrazar el argumento de los españoles para combatirlo en aquello que dice del emisor, no de nosotros. Ante todo, resulta muy sintomático de que desde Madrit se acostumbre a acusar a los catalanes de nazis, no de franquistas, un adjetivo que implicaría resucitar a la momia del generalísimo por sus propios nietos, lo cual, lo entiendo, debe incomodar a las familias del kilómetro cero (especialmente a las más progres). Dicho esto, más allá de lloriquear como hacen los procesistas, es necesario querer esta entrañable reductio ad Hitlerum, no solo para indagar en la especificidad del totalitarismo nazi, sino en la nostalgia que hace despertar.

A diferencia de cualquier otra mención al totalitarismo, el nazismo contiene el rasgo esencial de exaltar el genocidio. Este concepto implica dos cosas; primero, la voluntad por parte de un Estado soberano de eliminar a un grupo homogéneo de personas en su totalidad y, segundo, que esta colectividad sea eliminada no por motivos de antagonismo político o económico, sino principalmente biológico. Como nos ha enseñado genialmente el filósofo Roberto Esposito, la caza de los nazis contra los judíos es el núcleo del sueño húmedo de un Estado que quiere llevar al límite una tarea terapéutica; a saber, según la lógica hitleriana, exaltar a la raza aria y hacerlo exclusivamente con la condición de acabar con cada uno de los judíos y no solo porque los consideraran una especie menor (a menudo por pura envidia), sino porque creían firmemente que estos eran portadores de una muerte contagiosa, como una plaga que había que erradicar.

Evidentemente, la misma condición que presupone un Estado soberano al nazismo ya invalidaría cualquier comparación con nuestra tribu. Pero es muy importante entender la dinámica que os he contado, pues la clave de la biopolítica nazi se basa en la equiparación de la existencia al cuerpo de las personas y a la posibilidad que esta misma carcasa, y esto es bien actual, tenga connotaciones víricas mortales. Si los catalanes fuéramos nazis, como dice el pobre cretino de Casado, no solo prohibiríamos a los españoles ir a hacer pipí, sino que, literalmente, construiríamos un meadero para castellanos para que la orina de nuestros retoños no se contagiara con la de su especie menor. Por poco que se haya leído, se sabe que cuando el catalanismo afirma el concepto de raza (de la filosofía novecentista a la prosa de mi querido Miquel Bauçà) nunca lo hace desde una pretensión de exterminar al enemigo completamente.

Nuestros enemigos no solo nos llaman nazis para evitar decir el nombre de Franco sino porque, en el fondo, no acaban de entender que una sociedad culturalmente heterogénea como la nuestra todavía tenga ansias de liberación nacional

Hasta aquí la metafísica. Sin embargo, hay que complementarla con una pequeña lección de biología. Lejos de la idea de crear una sociedad inmune a los españoles, los catalanes (y especialmente los catalanistas) no hemos tenido ningún inconveniente en mezclar nuestros apellidos con aquellos provenientes de Castilla. Guipad las listas de los partidos políticos que se presentan al Parlament; en el independentismo veréis muchos más apellidos castellanos que en las listas contrarias. Los catalanes nunca hemos tenido ningún problema en fornicar con hombres y mujeres españolas (especialmente con sus hembras, mucho menos hurañas y ajenas al mundo de la masculinidad que las mujeres de la tribu, que han odiado y odian a los machos) y reproducirnos; eso choca de frente con el nazismo y su pretensión de inmunidad biológica-sexual; de hecho, nuestra imbricación con ellos ha estado absolutamente ejemplar.

Nuestros enemigos no solo nos llaman nazis para evitar decir el nombre de Franco (y no solo porque muchos de ellos se sientan herederos y sepan también perfectamente que había franquistas que hablaban mejor catalán que Jacint Verdaguer), sino porque, en el fondo, no acaban de entender que una sociedad culturalmente heterogénea como la nuestra todavía tenga ansias de liberación nacional. Los españoles no entienden, en definitiva, como después de habernos enviado todo cuánto inmigrante al territorio y, después de habernos alegrado la vida con la genética andaluza o murciana, todavía tengamos los santos cojones de querer un Estado. De hecho, contrariamente a los nazis, los españoles siempre han pensado que la españolidad se contagia fornicando y reproduciéndose. Esto les ha funcionado en medio mundo (recordad a Aznar hablando de los apellidos de López Obrador) menos en este pequeño trozo de mundo. Eso, es lógico, los enloquece.

Mientras los nazis querían aislar a su raza, los españoles siempre la han querido expandir testicularmente. Su deseo nunca ha sido de inmunidad, sino precisamente de contagio por reproducción colonial. Catalunya ha sobrevivido este plan de eficacia omnívora y, justamente porque el enemigo todavía no es capaz de entenderlo, le brota el nazismo de la boca. Nos llaman nazis sabiendo que es un disparate, pero no porque en Catalunya no seamos unos genocidas, sino porque hemos conseguido sobrevivir a su esperma. Todo eso que se urde en el campo de la biología tiene su correlato en el ámbito lingüístico y cultural; el enemigo no acaba de entender qué leches le ha fallado, porque no hacemos el favor de hablar español (como cualquier peruano o chileno), porque no glosamos de forma elogiosa la madre patria, sino que nos empeñamos en vivir en una aparente nube de excepcionalidad política y cultural.

Los españoles, en definitiva, saben que no somos unos nazis, pero también les duele profundamente que ellos no lo hayan sido. Porque de haberlo sido, tanto Franco como sus herederos seguramente nos habrían exterminado con muy poco esfuerzo. Aquí está el luto freudiano que los lleva a sacar la carta del nazismo. Aquí reside, como pasa siempre, su impotencia. Cuando todos lo entendamos, y nos dejamos de cuixartismo y de hacer el bobo manifestándonos por la lengua, empezaremos a estar en condiciones de iniciar la liberación. Es una simple cuestión de claridad mental, de inteligencia y de haber leído un poco. No es tan difícil, creedme.