Desde que, a raíz de la renovación (opaca y poco transparente) de Lluís Pasqual al frente del Teatre Lliure, la actriz Andrea Ros hizo público en Facebook un texto sobre el carácter despótico y negligente del director, la cultura catalana ha hecho lo que, de vez en cuando, le place como al bebé el pecho: sacudirse, hacer mucho ruido, crear bandos enfrentados y tratar de enterrar rápidamente una discusión que, en el fondo, molesta por incómoda. Como he escrito en algún otro lado, yo aplaudo las revelaciones de Andrea por el solo hecho de escribirlas, pues las creas o no (que yo lo hago, porque no es la primera vez que las escucho sobre el tal personaje, y por parte de gente por la que me jugaría muchos sacos de sal), nunca podrías negar la valentía a una actriz que, diciendo lo que dice, sabe que se está jugando su futuro profesional en un mundo como el del teatro, donde precisamente el curro no aparece debajo las piedras.

Pero hay algo todavía más importante que la denuncia de Andrea, y es la recepción de todo lo que la actriz ha hecho público en un mundo, el de la cultureta catalana, que siempre impone lecciones de moral al todo social como si viviera en las nubes de la santidad ética. Muchas veces ―cuando ocurre un caso de violencia de género o de acoso profesional― hemos oído a dramaturgos, directores y sobre todo actrices aleccionándonos sobre la necesidad de escuchar y creer a las víctimas, a causa de su escasa situación de poder ante el otro acosador. Pues bien; leo en nuestra magnífica Llança que el Lliure ha publicado un manifiesto en defensa de Pasqual, firmado por toda cuanta autoridad teatral del planeta, un texto encabezado por firmas como las de Espert, Sardà, Antonio Banderas y algunos reputadísimos directores de la escena mundial, retahíla que, en efecto, tiene muy buena planta.

¿No teníamos que escuchar a las víctimas, actrices de la cultureta catalana?

Pero el problema es que aquí no estamos discutiendo sobre la valía de Pasqual como director, que es innegable, sino sobre sus métodos y su posible negligencia al provocar que una actriz de veinte años se tenga que meter tranquilizantes antes de salir a escena. ¿No teníamos que escuchar a las víctimas, actrices de la cultureta catalana? ¿No es priorizar la estructura de poder ―que Pasqual sea un gran director, un genio, un titán del teatro, un auténtico Prometeo de las letras de la tribu― aquello que tanto habíamos criticado en casos como los de Weinstein en el acoso a cualquier estrella de Hollywood? Me dirijo especialmente a las mujeres que han firmado este manifiesto: ¿qué hay de malo, queridas diosas del teatro, de escuchar aquello que dice una chica de ventipocos años, por el solo hecho de que puede llegar a ser verdad? ¿Por qué ahora, cuando os tenéis que jugar el pan y la sal, no escucháis a la víctima?

Si hemos escuchado lecciones de gente que ahora le ha cogido una pasión sensacional por el silencio, lo comprobaréis perfectamente cuando El Nacional cuelgue este artículo en la red y no reciba ninguna respuesta del mundo teatral catalán. Oiréis, queridos lectores, bolas de paja que se lleva el viento, talmente como en los westerns. Porque abrir un debate serio sobre el caso Pasqual implicaría justamente cuestionar unas estructuras de poder que no sólo afectan al caso de Andrea (a quien no tengo el gusto de conocer), sino que conciernen formas de obrar que se han mantenido durante años en el teatro catalán. Y claro, si se cae Pasqual, la cadena será imparable y hay mucha cuota de sabios en la cultura catalana que les cogería mucho canguelo si la gente supiera cómo obran, más allá de cuando les hacen entrevistas y pueden hacer de sesentones entrañables, aquellos hombres que no, ¡qué va!, eso nunca lo harían.

Ahora ya podemos afirmar, en definitiva, que la cultura (como la política) es un clarísimo reflejo de la sociedad. Y que todo lo que algunos predican cuando el poder viene de lejos lo callan cuando les afecta al salario. Vemos como, en definitiva, la escena se parece mucho a la realidad. Y, en este caso, creedme, no lo digo precisamente como un elogio.