Todos los países necesitan ideales, quijotadas y sueños para salir adelante. La diferencia entre la civilización y la tribu radica primero en saberlos inalcanzables y a mantenerlos en el imaginario solo si estos producen frenesí y ganas de actividad en el común de la gente. Los catalanes, a pesar de una cuota de genialidad altísima por metro cuadrado, nos acercamos a la salvajería, y es así como traficamos verbal y mentalmente con ideas como la inmersión lingüística, una utopía que dice que la lengua vehicular de la enseñanza es el catalán. Desde hace tiempo, aunque insistan la mayor parte de nuestros filólogos y sociolingüistas, sabemos que la inmersión no se cumple. Dicho de otra forma: que no es el caso. Por si todavía no se ha entendido: que no existe, leñe. Pero nosotros que si patatín, que si patatán, sobre todo cuando alguna rota enemiga nos lo ataca y tenemos que fingir que defendemos la cuadratura circular.

Esta misma semana el Tribunal Supremo ratificó la sentencia del TSJC que obligará a las escuelas a impartir un 25% de las horas lectivas en castellano. Todo el mundo lo sabe, desde el conserje del Instituto Maria Aurèlia Capmany de Cornellà a la misma Santa Joanna de Lestonnac, y es profecía: no hay que salvar la inmersión lingüística de los tribunales españoles porque sin ellos ya no se cumplía. Y no solo eso, sino que cualquier miembro fundador de Òmnium Cultural, de la Plataforma per la Lengua y del Institut d'Estudis Catalans daría un brazo o media verga para que las clases que se dan en español a nuestros niños solo fueran una cuarta parte del temario lectivo en el global del país. Eso es más conocido que el Teorema de Pitágoras, la españolidad de los Comunes y el autonomismo vocacional de Pere Aragonès, pero hacemos aquello tan nuestro de defendernos de la acusación por mucho que sea fraudulenta.

Ya hace mucho tiempo que la judicatura enemiga intenta hurgar en el sistema educativo de la tribu; esta, de hecho, es una sentencia que se remonta a la ley Wert. Pero sin llegar a aplicar la inmersión, nuestros institutos han conseguido marear la perdiz legal. Primero porque los profesores –hablemos claro y desagradable, como los hombres– son de los nuestros, y con esta frase ya nos entendemos. Son los maestros catalanes, y no nuestra clase política españolizada y servil, quienes han mantenido el catalán en unos niveles de enseñanza que, cuando menos, han conseguido que la mayor parte de ciudadanos entienda nuestra lengua. Yo de eso me fío mucho, pues si nuestros sufridísimos profesores han aguantado las injerencias de los pedagogos, de los psicólogos y la insufrible y soberbia ignorancia de la mayoría de padres y madres y todes cuantes hacia su trabajo, aquí no habrá toga ni tribunal que se nos oponga.

Ya avisé de que la presunta salvación de la lengua sería una de las excusas del independentismo autonomista para fingir que trabaja y batalla en Madrit. Ellos que son los primeros en prostituir la lengua, traficando con los anhelos de independencia de la nación, consintiendo un sistema audiovisual público castellanizado, con unos nuevos formatos que parecen urdidos para australopitecos, y dejando que el catalán se residualice en la universidad como lengua de uso menor

Eso también es algo que sabemos a ciencia cierta, pero que, debido a nuestro miedo endémico a sacar pecho de aquello que hemos conseguido imponer, no nos atrevemos a confesar. Hace tiempo que el sistema educativo de la tribu, y por muchos años sea, desobedece las instancias de los jueces españoles. La escuela ha resistido, insisto, porque los colegios del país se han blindado de falsos cosmopolitas (es decir, de españoles) y los maestros han defendido y batallado cada pronombre débil como si les fuera la vida. De la misma forma que los invasores no tenían bastantes policías para los votantes del 1-O, los enemigos ya pueden ir encargando inspecciones y amparándose en la actual sentencia del Supremo para revertir la dinámica de un centro educativo: por fortuna, y toquemos madera, la independencia de los institutos ha prevalecido y el catalán, minorizado en el patio, en los media y en todas partes, se ha mantenido medio moribundo en el aula.

Ya avisé de que la presunta salvación de la lengua sería una de las excusas del independentismo autonomista para fingir que trabaja y batalla en Madrit. Y ya veis como, desde hace días, todos los molthonorables, los honorables y los excelentísimos no callan con la salmodia de salvar el catalán, como si la lengua fuera un pez raro que hay que alejar de los colmillos de los tiburones. Es así como nos venden la moto de un porcentaje en el audiovisual o exigen al Gobierno de Pedro Sánchez que ratifique el modelo lingüístico catalán, ellos que son los primeros en prostituir la lengua, traficando con los anhelos de independencia de la nación, consintiendo un sistema audiovisual público castellanizado, con unos nuevos formatos que parecen urdidos para australopitecos, y dejando que el catalán se residualice en la universidad como lengua de uso menor, provocando literalmente la extinción de los futuros profesores de catalán.

Nadie tiene que blindar la inmersión, igual que nadie se la está cargando, por el simple hecho de que la inmersión —digámoslo ahora que se acerca la abominable Navidad— son los padres. Quien diga que defiende algo que no existe, aparte de visitar al frenópata, es doblemente impostor; por maquillar al muerto y por no haberlo sabido mantener vivo. Maestros del país, seguid desobedeciendo al enemigo, y muchas gracias por vuestro trabajo. Y vosotros, politicastros, dejad en paz la lengua, que si la tenéis que salvar tal como habéis protegido la ilusión que depositamos en las urnas, ya nos podemos pasar al cantonés. ¿Un 25% de español en las aulas? ¿Dónde hay que firmar?