La particularidad más difícil de la sentencia que el juez Marchena deberá tramar las próximas semanas es cómo debe castigarse un farol o, en otras palabras, de qué forma el Estado deberá reprimir a un intento de independencia que ninguno de sus líderes estaba dispuesto a culminar. La cosa podría no pasar de un escarmiento ligero para con las intenciones de unos políticos que no habían calibrado suficientemente el enemigo contra el que luchaban o que, a pesar de un tono pitonero, se movían en los parámetros clásicos del catalanismo (presionar al Estado para pedir más pasta); pero cuando se trata de la unidad de España no basta con una simple tarjeta amarilla. En este sentido, Marchena sabe perfectamente que su sentencia no sólo es una resolución, sino que tendrá carácter preventivo y podrá cimentar las bases criminales para todo aquel que intente repetir la aventura del procés.

Por otro lado, existe un delirio todavía mayor: durante todo el juicio, y quedó muy claro en las intervenciones de los fiscales del día de ayer, se ha comprobado como la única entidad del todo el mundo mundial que se ha tomado en serio el intento secesionista de los presos políticos es la judicatura española. A estas alturas, cualquier indepe, por furibundo que sea, no puede atesorar ni una sola prueba que demuestre el hecho que Puigdemont y Junqueras tuvieran previsto romper la relación con España. No existían las estructuras de estado, ni un mínimo plan de control del territorio ni de las fuerzas de seguridad (contrariamente, eran éstas las que lo tenían: detener al president y a todo el Govern, si hubiera sido necesario): pero a pesar de ello, cuando uno escucha las peroratas de fiscalía, pudiera parecer que Simón Bolívar fue un simple aficionado a la revolución si lo comparamos con nuestros pobres encarcelados.

Ni una sentencia muy dura provocará una respuesta valiente del independentismo en Catalunya

Esta es la grande y dolorosa paradoja que emana de este juicio en que quizás se acabará castigando a unos tristes amateurs de la política como si hubieran hecho realmente lo que le habían prometido a sus electores. De hecho, si Marchena fuera listo (y los españoles menos impulsivos de lo que son), lo mejor que podría hacer es dejar libres a los presos políticos sin ningún tipo de inhabilitación: pese a quien pese, mientras ellos manden y continúen monopolizando la política catalana con sucesores de la talla del president vicario, la independencia no pasará de farol. En este sentido, y por desgracia, ni una sentencia muy dura provocará una respuesta valiente del independentismo en Catalunya, por el simple hecho de que sus responsables máximos ya hace tiempo que sólo han mostrado un estricto acatamiento a la voluntad del poder español. Renunciar a tus convicciones, ya lo sabemos, nunca te da más valentía.

¿Cómo se juzga un farol? ¿Cómo se castiga ejemplarmente a quien sólo ha hecho que obedecerte por los siglos de los siglos? Estas son, hoy por hoy, las preguntas que sobrevuelan el alma de Marchena. Sea cual sea su respuesta, al final el juez habrá hecho un gran servicio a España. También a Catalunya, mal que nos pese, porque así sabremos de una vez por todas que salir a empatar siempre te acaba costando una derrota. A parte, cuando pierdes siempre se te acaba adelgazando la base.