El lunes pasado se presentaron las memorias del barman Josep Victori en la coctelería Belvedere. El título del libro, Memorias de un Barman de cabecera, no podría ser más oportuno: porque Josep Victori i Llovera ―a pesar de vivir retirado a los noventa años― continúa ostentando el título indiscutible de decano de los maestros de barra de la ciudad. Nacido en Sant Julià de Vilatorta, llegó a Barcelona con catorce años, vestido de camarero y sin un duro, y muy pronto se hizo un nombre en la coctelería Marfil para luego fundar su propio local, el Victori Cocktail Bar, institución de primera para nuestra secta de alcohólicos, apostólicos y romanos. Por cuestiones de edad, no pude verlo actuar nunca (Victori cerró en el 95, después de lo de Cobi), pero he podido apreciar su ciencia gracias a la santa continuidad de sus alumnos Manel Tirvió y Ginés Pérez.

A Manel lo disfruté más bien poco, porque los habitantes del Eixample sufrimos una pereza militante que nos impide andar más allá de tres o cuatro esquinas y el Tirsa exigía tomar un taxi a Santo Tomar Pol Saco, pero no así con Ginés Pérez, capataz y señor del Belvedere en el Passatge Mercader, resistente único en el arte de la coctelería clásica en Barcelona. Hoy por hoy, visitar Belvedere resulta un imperativo moral, y no sólo para neutralizar el runrún estomacal del vermut con un Dry Martini de mixtura perfecta, tan lleno en la copa que siempre te deja unas gotitas en la pierna que son como lágrimas de una señora mal abandonada, o sea para matizar el hastío espartano de las tardes de verano, aburridas como el procés, clavándose en el alma la cerecita amarga de un Manhattan, sino por encima de todo para saborear la única isla donde la continuidad de un arte se afianza.

Los bares son el ágora de nuestra euforia y el rincón donde purgamos fracasos

No existe contemporaneidad sin academia, de la misma forma que no puede haber experimentación sin una mirada al pasado. Todo aquello que vale para el arte también vale para el cóctel, que es una forma igualmente sublimen en la que las ideas más nuevas siempre son ocurrencias antiguas olvidadas. Visitando a Ginés en el Belvedere escuchamos todavía la voz de Victori, y con el Gin Fizz no sólo burlamos la sed y vamos a casa en diagonal, sino que sedimentamos la cuadrícula de nuestro aburrido Eixample con un poco más de goce. No existe ni una sola ciudad del mundo que no tenga en consideración filosófica a sus bares y a sus eminentes cocteleros, y es así como nuestros hermanos londinenses veneran por igual la barra de Oriole, el mejor bar del mundo, y las cuatro piedras del Partenón que los piratas ingleses les robaron a los griegos mientras se cascaban la siesta.

Los bares son el ágora de nuestra euforia y el rincón donde purgamos fracasos. Últimamente, visto como está la tribu y el futuro, los cocteleros deben aguantar muchas más penas que alegrías, pero aún así resisten nuestra depresión con un estoicismo granítico. Cuando acabamos la presentación, Manel Tirvió nos habla de la Barcelona de su juventud, llena de afters clandestinos y noches nunca se acababan. Escucho al maestro y pienso en nosotros, tercamente tediosos, y en esta ciudad de comunistas tan aburguesada que tenemos. En lo que toca al cóctel no está todo perdido, y el arte de Ginés es continuado por excepciones como Sergi Sánchez, un joven maestro que llena de genio la barra de la coctelería ideal. Quizás, al final, es la clientela la que está fallando a nuestros sabios bármanes. Quizás somos nosotros, ya vas, los que estamos matando la santa continuidad de Victori.