El antiguo conseller de Presidència Jordi Turull ha tenido el mérito de poner de acuerdo a los opinadores españolistas y a muchos colegas de militancia indepe que se han burlado de su Travessa per la Llibertat (la caminata que el ex preso político está haciendo de Portbou, en el Alt Empordà, hasta Arnes, en la Terra Alta, para agradecer el afecto que le ha dado la tribu mientras estaba en chirona) llamándolo despectivamente Forrest Gump. Por si me lee algún zentennial —si todavía saben leer, pobrecitos míos—, la broma se refiere a la multioscarizada película dirigida por Robert Zemeckis, escrita por Eric Roth, y protagonizada por Tom Hanks que narra la historia de un crío de Georgia medio bobo, con la espalda curvada y dificultades para andar que un buen día se escapa de los compañeros que lo zurran en el colegio demostrando una inusitada capacidad para correr, gracia que le permite convertirse primero en un jugador de fútbol americano extraordinario, después en un superviviente condecorado en Vietnam y finalmente (no spoilers) en un buen ejemplo de padre de familia norteamericana.

Forrest Gump es una película muy inteligente y un producto típico del optimismo de los años noventa en los EE.UU., porque, si rascamos en el trasfondo de todo su azúcar, se esconde la filosofía del average Joe, según la cual un hombre no tiene que ser excesivamente inteligente para llevar una vida meritoria e incluso convertirse en un héroe nacional; simplemente tiene que tener iniciativa, estar en el lugar correcto a la hora correcta, y hacer alguna cosa muy bien, por estúpida que sea. Es el caso de Forrest Gump, quien hace de correr un arte (la película está llena de catchphrases, la más famosa de las cuales es "Run, Forrest, Run!", la frase que todo el mundo le dice al crío cuando tiene que escaparse de los bullies), ya sea para ganarse la vida como deportista, salvar compatriotas del fuego enemigo o, después de una crisis sentimental, meterse a correr por el país de punta a punta, sin ningún otro motivo que moverse. Aquí es donde estaría la gracia de llamar Forrest Gump a Turull, equiparando eso de ir por todo el país del icono cinematográfico con la performance mochilera del antiguo conseller procesista.

No, Jordi Turull no es Forrest Gump porque la historia de nuestro político es una nueva pantomima de alcance comarcal que sólo está destinada a recibir el apoyo de los convencidos, una ruta que, puesta a no ser ambiciosa, no cubre ni una parte significativa del territorio

La comparación es muy sintomática por su carácter absolutamente erróneo. De hecho, Forrest Gump empieza su travesía por los Estados Unidos después de una de las muchas putadas que le regala la mujer de su vida, la maravillosa Jenny interpretada por Robin Wright, y la gracia de este truco narrativo de Zemeckis y compañía es que Gump recorre su país sin ningún tipo de motivo y, justamente por eso, por la gratuidad del hecho, se convierte en todo un icono cultural, a menudo seguido por centenares de personas que aprovechan el acto de hacer running con él para reivindicar causas propias del pacifismo de los sesenta que él no abandera porque no sabe ni qué pollas son, unas escenas que, nuevamente, contienen el sustrato filosófico norteamericano más básico: hagas lo que hagas, mientras parezcas único, te puedes convertir en un producto cultural y, evidentemente, en carne de marketing. Contrariamente, en su Travessa, a nuestro pobre Turull sólo lo ha seguido fielmente un equipo del telediario y un grupo de los pocos excursionstas militantes que quedan en Catalunya.

La Travessia de Turull me ha hecho bastante gracia, porque como todo aquello relativo a la política catalana de los últimos años se ha configurado en el intento de vender un proceso hacia la independencia en etapas racionales, bien parido y bastante empaquetadito como para que cualquier ciudadano lo compre con la garantía de que, hagamos lo que hagamos, la tribu siempre quedará bien, incluso con el enemigo. Todos recordaréis aquello del president Mas tan mono del Consell Assessor per a la Transició Nacional, una de las primeras instituciones fantasma que tuvo como objetivo poner tramos, hojas de ruta y futuribles en la Catalunya independiente, del cual surgieron los famosos deadlines de los 18 meses ("y ni un solo día más", que decía Rufián) y toda una serie de pedanterías que el tiempo ha convertido en humo. Turull es un buen continuador de esta filosofía política y de aquí su travesía, una carrera mapeada, retransmitida por Twitter, y con un punto final perfectamente delimitado a fin de que, si alguien quiere saludar al mártir durante el kilometraje, no se pierda ni queriéndolo.

Por ironías de la vida, el procés habría sido todo un éxito si hubiera sido comandado por mucha más gente como Forrest Gump que por el antiguo conseller Turull, ya que, a pesar de no tener tantas hojas de ruta ni un plan por etapas digno de la Dinamarca del sur, nuestros políticos habrían salvado sus dificultades, cuando menos, haciendo algo de provecho como correr a toda leche entre las líneas del fuego enemigo. Si todavía fuéramos más allá, ojalá Puigdemont y Junqueras fueran como Forrest Gump, un ciudadano sin muchas luces que, por genial intuición, es capaz de denunciar por casualidad el caso Watergate o de inspirar los bailes de cadera de Elvis Prestley. No, Jordi Turull no es Forrest Gump, porque la historia de nuestro político es una nueva pantomima de alcance comarcal que sólo está destinada a recibir el apoyo de los convencidos, una ruta que, puesta a no ser ambiciosa, no cubre ni una parte significativa del territorio y que, si el antiguo conseller hubiera sido consecuente, tendría que haber hecho por toda la estepa española, porque, al fin y al cabo, quien lo ha indultado es España.

No, Jordi Turull no es Forrest Gump, aunque la vida política catalana sí que se parece a una caja de bombones, una caja de la cual no sabes nunca qué mandanga nueva saldrá, ni cuál te hará sentir más vergüenza ajena.