La principal ironía de este confinamiento antivírico es quizás que la obligación de quedarnos en casa nos la hayan estampado en la cara justo cuando acabamos de dejar atrás una década que, especialmente en Catalunya, se ha visto marcada por una importante sublimación de las calles como factor relevante de la vida política y por una serie de ensayos fake de revolución (el procés, el 15-M, la lucha contra el heteropatriarcado, etc.) que tenían como punto en común cierto espíritu contrario a la autoridad competente. Eso de quedarse en el sofá, un fenómeno que la tecnología dominante del presente había pintado como algo deseable, hasta sexy (como si tener el mundo en el ordenador nos convirtiera en una especie de nuevos Robinson sin posibilidad de aburrirse), y encima por la orden de unos burócratas del Ministerio de Sanidad, nos ha pillado totalmente a contrapié.

Este pintaba ser el presente de unas calles en llamas que haurien de ser sempre nostres, de la construcción de nuevas ilusiones políticas y de una renacida oportunidad para el espíritu rebelde… y henos aquí a todos, releyendo la obra de Josep Pla en la edición de toda la vida (que, a diferencia de los ordenadores, ha sobrevivido impertérrita el paso del tiempo), y descubriendo, como decía una feliz broma contagiada por Whatsapp, la gracia de poder hablar un rato con la parienta y descubrir, para nuestra sorpresa, que es la mar de simpática. Los monjes saben bien que clausurarse genera lucidez, y valdrá la pena sacrificar el running matinal durante semanas si eso nos hace cabrearnos menos la próxima vez que enfermeras y médicos corten la Meridiana para reivindicar un salario mínimamente digno.

Ya es irónico que quien más sufre el precariado haya caído en la trampa de regalarse así

Ahora que la cosa de confinarse nos ha llevado a respescar hábitos tan ancestrales como leer, me ha molestado especialmente que el mundo cultural haya aprovechado la ocasión para valerse de la tecnología y entregar sus contenidos de pago gratuitamente. Es precisamente en tiempos de emergencia y confinamiento, cuando la peña experimenta conversiones sensatas sobre lo realmente fundamental o superfluo, que el mundo cultural tendría que reclamar su peso y demostrar justamente que la música, el teatro y la literatura no sólo son un factor de entretenimiento perfecto para pasar el tiempo libre, sino un factor esencial en la formación de una sociedad y, a su vez, una actividad económica de impacto que tiene un coste, entre otras cosas porque sus profesionales no viven del aire. Ya es irónico que quien más sufre el precariado haya caído en la trampa de regalarse así.

No sé cuántos días más nos quedaremos en casa, pero solamente que sirva para entender que los gastos en sanidad no son un lujo y que hay muchos profesionales que reclaman con justicia no hacer más turnos que un esclavo para ejercer su trabajo en condiciones, todo habrá valido la pena. Si también aprendemos, puestos a mejorar, que esta obra del Lliure que te ha hecho pasar una tarde tan agradable o el recital del Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín sólo será posible si tienes la bondad de aflojar un eurico de vez en cuando para que sus profesores puedan pagar las cuerdas de su viola, la conversión que experimentaremos ya será mastodóntica y quizás superemos la ironía para darnos cuenta de que vivimos en un mundo mejorable pero que, en general, vale la pena. Si el confinamiento funciona, irónicamente, quizás lo que nos cueste en muchas horas sea salir de casa…