Una de las muchas y dramáticas consecuencias de ser un pueblo que solo compra libros durante un día como el de ayer (de forma compulsiva y sin leerlos, of course) y de tener un sistema periodístico de crítica literaria-ensayista-cultural prácticamente inexistente es la de no poseer una noción básica de qué nos están explicando nuestros escritores; dicho de otra forma, de no disponer de ningún elemento clave interpretativo de nuestra literatura y, en último término y sin tanta pedantería, de no saber qué narices dicen las plumas que pretenden retratarnos como sociedad o suma de individuos. Afirmo que la carencia es terrorífica porque la literatura –especialmente la novelística, como saben muy bien los americanos– resulta no solo uno de los espejos fundamentales que explican la historia de una tribu, sino también un tanto por ciento enorme del pedestal en que se fundamenta su mística.

Desde hace un par de años, muchos de nuestros escritores (leed La casa de foc by Serés y Sola de Gurt) han situado sus personajes en la órbita robinsoniana del sujeto que se larga de la ciudad para encontrar sentido a la cruda naturaleza, lejos del caos de la vida urbana. El reverso de esta huida lo hemos encontrado en una especie de bildugnsroman familiar que utiliza el sotobosque de los matorrales para reencontrarse con la carnaza más esencial de las emociones humanas (acercaos a la poesía de Guilleries de Ferran Garcia o volved a un buen libro; Canto jo i la muntanya balla de Irene Solà). Se ha hablado, en sordina, de un retorno a la literatura rural y a las relaciones de poder más desnudas que hay en el origen del contrato social, filtradas en la influencia filosófica de dos tótems; Víctor Català y Mercè Rodoreda, una línea que culminaría, pasando por Faulkner, en Terres mortes de la genial Núria Bendicho.

Me tendría que releer todos estos libros (no puedo, por falta de tiempo y de dinero) y no tengo ninguna pericia en sociología de la literatura, pero diría que si existe un leitmotiv común en esta literatura no se tiene que pensar en la dicotomía urbano-rural, sino que aquello en analizar es precisamente esta pulsión por la huida emparentada por la búsqueda de un relato personal en el desierto de esta Catalunya nuestra del postprocés y de un mundo que se acaba (este ocaso es el protagonista real de la mejor novela de los últimos años; Els angles morts de Borja Bagunyà). Aparte de la literatura de nuestra casa, resulta sintomático que las generaciones más jóvenes de lectores (y especialmente de lectoras femeninas y feminizadas) busquen calor en unos relatos tan extemporáneos como los de la literatura victoriana. Más que huir para encontrar el grado cero del yo, diría que tanto literatos como lectores viven sedientos de moral.

El objetivo de la política junquerista-pujolista está claro; traumatizar a los catalanes para que acaben promoviendo una literatura moral que se parezca peligrosamente a la autoayuda y en que la huida del sujeto acabe aislándolo en la búsqueda patética de una autosuficiencia de segunda residencia.

Haciendo filosofía de tres al cuarto, resulta absolutamente normal que, después de la estafa independentista y ante la destrucción de todo aquello que a los miembros de mi generación les parecía sólido (política, universidad, cultura cívica, etc.), los personajes de la novela catalana sean unos bobos sin fundamento cultural que van a hacer autoterapia cerca del fuego, asaltados por escarabajos. Esta compulsión por encontrar una ética sólida después de la confusión la ha entendido perfectamente uno de los humanistas más maléficos de nuestro país, Oriol Junqueras, que ayer firmaba ejemplares de su (sic) libro Contra l’adversitat, un texto de autoayuda que tiene como nobilísimo objetivo superar las contrariedades y las mentiras provocadas por la misma clase política que representa tan bien su propio autor (es el único libro de los que os cito que no leeré; como entenderéis, no quiero ni tocar libros escritos por negros).

Que el Pujol del siglo XXI pervierta el discurso moral de una forma tan torpe y descarada mientras nuestros escritores luchan por edificar alguna cosa auténtica de los escombros del país marca una tensión cultural que, diría, se radicalizará de una forma exagerada los próximos años. El objetivo de la política junquerista-pujolista claro está; traumatizar a los catalanes para que acaben promoviendo una literatura moral que se parezca peligrosamente a la autoayuda y en la que la huida del sujeto acabe aislándolo en la búsqueda patética de una autosuficiencia de segunda residencia. Compadezco a nuestros escritores, porque la tentación de junquerizarse será tremebunda y tendrán que resistir el embate peligroso de la autocomplacencia y la cursilería cuando afronten la página en blanco. Deseo, honestamente, que salgan adelante, porque si aparte de una política putrefacta tenemos que aguantar una narrativa de autoayuda acabaremos fritos.