Resulta muy sintomático que, charlando sobre el universo de la cultura y la necesidad de preservarla como un bien primordial, la mayoría de conciudadanos no incluyan la hostelería y la restauración en el Olimpo de las bellas artes. Guste o no, en los últimos lustros Catalunya no ha tenido figuras de trascendencia y relevancia internacional como las de Ferran Adrià y (desdichadamente, añado) tendríamos que hilar muy fino para buscar escritores, filósofos, guionistas o danzantes barceloneses que hayan conseguido el nivel de excelencia y proyección allende los mares de chefs como Rafa Peña en el Gresca o David Ruistarazo en el Nairod. Hablo de artistas —¡sí, artistas!— que a través de la cocina y sin ningún tipo de ayuda pública han conseguido situarse en el primer nivel mundial en un mundo donde la competencia es de una ferocidad selvática. Se lo han montado todo solitos y en un entorno hostil que todavía los trata como si amasaran panellets.

En vez de pasarse la vida haciendo el llorica y pidiendo caridad al poder público, mis amigos Enric Rebordosa y Lito Baldovinos decidieron trabajar como unos animales y creer que no hay más límites que la propia imaginación; así inundaron Barcelona con algunas de las que ya son, con toda justicia, las mejores coctelerías de Europa. Los barceloneses tendrían que entrar de rodillas y cantando La Santa Espina en su bar más trascendente, el Stravinsky de la calle Mirallers, donde los genios Antonio Naranjo, Alberto Fernández y Yeray Monforte han conseguido llegar a la perfección del arte de la mixtura etílica con una ciencia muy superior a la de nuestros pesados epidemiólogos nacionales. Ellos nos han curado la existencia y han cuidado de las desdichas tribales con una maña que, de momento y por desgracia, no ha alcanzado ninguno de nuestros dramaturgos, ni una sola de nuestras desdichadas estrellas de cine.

Es una vergüenza escuchar a los líderes políticos catalanes especulando sobre el alargamiento de este veto a la hostelería, como si esto fuera un juego de rol y de un solo día de abrir no dependiera el jornal de miles de catalanes y también la supervivencia de uno de los sectores de la cultura que más felicidad y orgullo nos ha regalado

El ramo de la hostelería ha tenido mucha más generosidad con el común que al revés, y es totalmente natural que nuestros políticos, de una mediocridad alarmantemente oceánica, jueguen con la subsistencia de este sector como si la barística y la restauración nacional no fueran cultura ni curaran nada. No pienso sólo en el peso económico de este sector en la economía de la ciudad y del país, que también, sino en el nivel altísimo de exigencia que ha demostrado y en la cual las administraciones se han meado alegremente sin ningún tipo de contemplaciones, obligando a bares y restaurantes a cerrar con pocos días de previsión, sin ningún tipo de interés ni de cuidado por lo trágico que es para un negocio tener que adaptarse a una clausura parcial, y más todavía cuando muchos establecimientos (¡que trabajan con una previsión que ya querrían los mandatarios!) preparaban este puente para remontar negocio e intentar hacer caja.

Pero ya me diréis cómo se puede pedir más vista a una clase política que por no saber no tiene ni idea de qué significan cosas como preparar pedidos con antelación, distribuir horarios de trabajadores, pagar nóminas en un entorno de crisis... conceptos, ay hija mía, que para nuestros burócratas de carné son directamente de ciencia-ficción. Yo entiendo perfectamente que los entornos de ocio sean problemáticos a la hora de controlar una pandemia, pues son espacios donde la socialización a distancia es poco natural. Pero en la mayoría de los casos los restauradores se han adaptado cumpliendo las normas al milímetro, y si la administración no está tranquila con lo que algunos de ellos han hecho, pues que envíe la pasma a controlarlos. Pero castigar un sector de la cultura que ha sobresalido en su trabajo por decreto es propio de una república bananera perfectamente encarnada en seres como Budó o Aragonès.

La hostelería también cura y, del mismo modo que los compañeros músicos nos animaron el confinamiento con su arte, muchos restauradores hicieron lo imposible por regalarnos alegría y descanso haciéndonos llegar su trabajo en formatos de una imaginación desbordante. Pues bien, la administración premia este sacrificio a la comunista, tratando a todo dios bajo el mismo listón, y enviando toda una industria a casa a la espera de que al burócrata de turno le cuadren los números. Es una vergüenza escuchar a los líderes políticos catalanes especulando sobre el alargamiento de este veto a la hostelería, diciendo que quizás-sí-o-quizás-no irá más allá del 31 de octubre, como si eso fuera un juego de rol y de un solo día de abrir no dependiera el jornal de miles de catalanes y también la supervivencia de uno de los sectores de la cultura que más felicidad y orgullo nos ha regalado. Y todo, insisto, sin una subvención ni una puñetera queja.

Si eso se alarga, queridos restauradores del país, no hagáis como nuestros políticos procesistas y apostéis decididamente por la desobediencia. Abrid las puertas, con todas las garantías que haga falta, que nosotros inundaremos vuestras mesas clínicamente impolutas y brindaremos en chez Stravinsky contra los castradores de la libertad y los enemigos de la imaginación. Ellos sólo tienen el poder de prohibir. Vosotros la gracia del hacer. Y yo la de escribir su miseria y vuestra inmensa grandeza. Volveréis, lo sé. Volveremos, lo sabéis.