La respuesta que ha dado Catalunya a la huelga de sus maestros es un espejo impoluto de la presente decadencia del país. Después de estarse días cantando la empatía hacia los desdichados ucranianos y de licenciarse en las complejidades de una guerra, los habitantes de la tribu han saldado el grito y las legítimas demandas de nuestros profesores con el apretujón salmodia según el cual todos juntos son un grupo de vagos sedientos de más vacaciones. Los catalanes dicen que los profesores se embarullan en sus ruegos y los periodistas tiquismiquis afirman que no acaban de comunicar demasiado bien sus exigencias; al fin y al cabo como si el estado presente de la educación se pudiera resumir a golpe de tuit y reflexionar sobre el sistema de enseñanza el año 2022, después de la pandemia y la consecuente afectación psicopedagógica entre los jóvenes, se pudiera ventilar a golpe de PowerPoint.

Os tendría que caer la cara de vergüenza. Primero, por el respeto que nos tienen que merecer nuestros maestros; a saber, a la gente que ha enseñado durante décadas a leer, escribir y sumar a nuestros niños y jóvenes. Somos un producto de su generosidad, de una tarea que solo se agradece cuando se quiere hacer retórica y que, en el caso de la escuela pública, se precariza y se desprestigia desde las mismas instituciones (preguntaos por la anormalidad de hechos como que una oceánica mayoría de los 135 diputados del Parlamento lleven a los niños a escuelas concertadas). Todos los cretinos que, durante lustros, lamentaban pomposamente la falta de autoridad en las aulas son los mismos que niegan la palabra a los profesores, que no disponen ni de cinco minutos al día para ver si sus quejas son legítimas; la población merece un suspenso, y no solo por ser poco empática, sino por simple holgazanería.

Me gustaría ver todos los padres y madres sabiondos que dan lecciones de compromiso y sacrificio a los maestros plantados un día, un solo fucking día, delante de un aula de treinta niños

Me gustaría ver todos los padres y madres sabiondos que dan lecciones de compromiso y sacrificio a los maestros plantados un día, un solo fucking día, delante de un aula de treinta niños. Me gustaría comprobar cómo reaccionan a la incapacidad de los responsables políticos de establecer un programa educativo que se prolongue por más de una legislatura, me complacería contemplarlos adaptándose a continuos cambios en los planes de estudio, viendo cómo sus asignaturas desaparecen de la noche a la mañana y esclavizados en perpetuos interinajes que a menudo se prolongan hasta la jubilación. Salivo solo de pensar cómo todos los sabelotodo que se dirigen pomposamente a los maestros aguantarían trabajar en barracones, hacer aprender Espriu a unos alumnos que no siempre entienden el catalán, o tener que explicar ecuaciones de segundo grado a unos críos que, después de dos años encerrados, tienen tanta sed de aula como angustia.

No comparto todas las demandas del nuestros profesores. Creo, por ejemplo, que hay que ampliar las horas de libre disposición del centro para que los institutos del país puedan especializarse y competir entre ellos con tal de hacerse más atractivos. Opino, con una cierta pretensión de subjetividad, que los portavoces sindicales del profesorado son de una mediocridad brillante si los comparamos con los suyos aparentes representados. Pero todo eso no obsta para que, ejerciendo una duda metódica razonable, confíe mucho más en los educadores catalanes que en una administración como la nuestra que se ha dedicado en mentir con impunidad al pueblo durante los dos últimos lustros. Sobre todo cuando los profes piden cosas tan razonables como que los centros puedan saber durante el verano con qué personal contarán en septiembre, cuando empiece el curso, o tener más de una semana para preparar todo un año escolar.

Cuando todo el mundo llora cínicamente por el catalán, olvida que la suya primera y más digna línea de defensa se encuentra en nuestros profesores de lengua

Cuando nuestros profesores exigen reducción de horas lectivas no es para marcharse a hacer el café al bar, sino para preparar mejor las clases que imparten, lecciones en las cuales, vuelvo a recordarlo, intentan sobresalir en el arte de educarnos a los niños. Cuando todo el mundo llora cínicamente por el catalán, olvida que su primera y más digna línea de defensa se encuentra en nuestros profesores de lengua, unos maestros que tienen que muscular fonética y sintaxis en el medio una invasión/imposición cultural de otras lenguas mucho más dura que la de tiempos pretéritos. Llevamos muchos años exigiendo a nuestros maestros que desborden sus competencias y no solo nos eduquen a los críos, sino que también nos los hagan ciudadanos ejemplares, cívicos y moralmente angélicos. A la hora de pedir, hay barra libre. Pero cuando se trata de encontrar cinco minutitos al día para escucharlos, hay una bomba de humo y todo el mundo se pira.

Yo soy el producto de mis maestros. Para ellos no tengo agradecimiento, sino absoluta devoción. Lluís Busquets y Manel Haro me enseñaron a escribir, Joan Ferran y Emili Boronat me descubrieron la filosofía. Manel Gonzàlez me enseñó a hacer cantar un instrumento. He andado por muchas facultades del mundo y nunca he visto gente tan comprometida con su trabajo como ellos. Eran y son los mejores maestros que se haya podido tener. Cuando veo como el país los trata a ellos y a sus descendientes, y cómo de caraduras nos hemos vuelto todos, me gustaría que volvieran a sacar el bolígrafo rojo y nos catearan a todos sin miramientos. Nos hemos vuelto un lugar muy pobre, un país que clama empatía por los foráneos y es incapaz de regalar atención a sus profesores, una tribu que imposta sabiduría y compromiso y que, insisto, no aguantaría ni un puto segundo plantada en un aula.