Ahora que Catalunya ha vuelto a caer en el aburrimiento de la autonomía, incluso a los españoles les da una pereza supina salir a la calle el día de la Hispanidad. Hace cuatro años, la fuerza indiscutible del 1-O provocó que todos los borjamaris cruzaran la portería de mármol franquista de sus execrables pisos en la calle Calvet para bajar hasta Plaza de Catalunya. Aquello sí que tenía buena pinta, con las aceras de la ciudad llenas de brillantina y de enemigos que, mientras no los miraba la familia, me confesaban ser ávidos lectores de mis artículos. Con el independentismo cautivo y desarmado y Pere Aragonès como en palo de pajar mayor, resulta bien normal que en el Paseo de Gracia solo se vea la morralla de los españoles de Barcelona, de la misma forma que en las concentraciones indepes ya solo se encuentran los financiadores del triste, pobre y desdichado caserón de Puigdemont en Waterloo.

Los españoles que viven en Catalunya se sienten lógicamente desamparados. En esta parte del reino, solo los han defendido la pasma y la Guardia Civil. La política, creen con razón, siempre los ha traicionado pues, en un contexto autonómico, PSOE y PP casi siempre pactarán con los sediciosos para gobernar España (sean diputados convergentes o rufianes). Los españoles no acaban de entender que sus representantes de Madrit les vendieran que en Catalunya se había producido un golpe de Estado –o, como dicen los más tibios, "un golpe al Estado"– y que solo tres años después de aquello te puedas encontrar a Jordi Turull con sus chirucas paseando por el territorio o a Oriol Junqueras dándonos sus turras soporíferas. Incluso la derecha más radical de España, si necesita colocar funcionarios, se disfrazará de centrista y hará las paces con el soberanismo. Los intereses de la casta lo suavizan todo.

Cuando contemplo a los españoles caminar por el Eixample (una cuadrícula concebida racional y equitativamente, es decir, absolutamente ajena a su imaginario), me provocan una sincera ternura. Hay gente, en general, profundamente fea, no solo en un sentido estético sino sobre todo falta de un imaginario que supere el folclore, una peña que hace menos de un lustro se podía fotografiar al lado de gente leída como Pepe Borrell o Mario Vargas Llosa y que ahora ven como incluso el inefable Albert Boadella prefiere pasar el día de la raza leyendo tranquilamente en el Empordà. Resulta útil andar por Barcelona el 12-O, porque te das cuenta de que si los actuales diputados comodones hubieran querido hacer la independencia de verdad en el 2017, habrían tenido una oposición muy escasa en Catalunya rápidamente. Solo la pasma, insisto, y esta poli no te aguanta ni un botellón.

Incluso la derecha más radical de España, si necesita colocar funcionarios, se disfrazará de centrista y hará las paces con el soberanismo. Los intereses de la casta lo suavizan todo.

Es fácilmente comprobable como los políticos más brillantes que había dado el españolismo a Catalunya se han acabado largando en el kilómetro cero. Albert Rivera ya tiene parada y fonda, bien colocado en un despachito de señores encorbatados que le escriben al PP los recursos que hay que enviar al Tribunal Constitucional. Arrimadas, mofletuda, hace lo que puede y será también recompensada adecuadamente. Aquí, como habitualmente, solo han dejado la basura; el pobre Carri con las gafas plegables, el crío simpático del PP y el negro de VOX, pobrecito mío, que es casi tan cortito de miras como Albert Batet. De representantes con un mínimo de entidad, nosotros vamos muy justos, pero esto de los españoles da mucha pena. No me extraña que Salvador Illa piense que con este panorama y un soberanismo entretenido repartiéndose las migajas, puede llegar a presidir la Generalitat.

La hispanidad va a la baja, como todo en esta Catalunya putrefacta. Antes, cuando habían plantado cara, se los veía más limpios y desvelados. Ahora tienen las mismas pintas que los políticos catalanes, con aquella cara de joven prejubilado que ya piensa en qué trabajo tendrá en la capital del reino cuándo cumpla cincuenta años.