La guerra es una actividad necesaria porque excita las bajas pasiones y las más altas formas de amor. Es así como, en un conflicto como el de Rusia con Ucrania, todos juntos acabamos defendiendo los países como quien justifica la tozudez a menudo iracunda y lianta de un amigo. Como de hábito, la mayoría de la tribu hace días que se ejercita en una de sus especialidades más ancestrales: ponerse al lado del perdedor. En las próximas semanas, Catalunya se envolverá toda de amarillo y azul, los procesistas de Òmnium organizarán recitales de poesía ucraniana y TV3 buscará desesperadamente nuevos mártires y cadáveres alrededor de Kiev, explicándonos a diario que Vladímir Putin es moy pero que muy mala pècora. Se nos viene trabajo: si por amor a las minorías y a la diversidad nos hemos tenido que buscar amigos transexuales, racializados o bizcos, ahora habrá que añadir la cuota ucraniana.

Que Vladímir Putin no es ningún santo, no pide muchos premios Nobel, pero sí que debemos al megalomaníaco ruso haber dejado en calzoncillos a la mayoría de nuestros historiadores y politólogos, unos expertos que hace días afirmaban la imposibilidad de una invasión armada del ejército ruso en territorio ucraniano. Hay que alabar a Putin, insisto, solo por el hecho que nos haya desenmascarado conciudadanos muy mal leídos que lo creían incapaz de saltarse la legalidad internacional para anexionar provincias rusófilas (él, que ya se ha visto capaz de encarcelar disidentes y urdir gulags para enterrar a homosexuales con una impunidad olímpica). También hay que agradecerle al nuevo Stalin que ponga en su sitio a una Europa que habla desde el afán de legalidad cuando se tramó a través de una constitución contra la cual muchos de sus estados se opusieron democráticamente. Cuando el viejo continente se hace el pureta, Putin se parte de risa.

Hay que alabar a Putin, insisto, solo por el hecho que nos haya desenmascarado conciudadanos muy mal leídos que lo creían incapaz de saltarse la legalidad internacional para anexionar provincias rusófilas 

Los pedantes del continente (y sus discípulos yanquis) habían pensado que algo tan serio como un imperio se puede liquidar a golpe de tratado y sanción económica. Contra lo que dicen los cursis, el mandatario ruso no ha hecho retornar la historia en mayúsculas en el mundo de la liquidez posmoderna; solo ha recordado que la historia existe, que las raíces culturales no se borran en cuatro días y que su primera función como mandatario de un país es hacer que la nostalgia desaparezca volviendo al esplendor del pasado. A mí, que soy imperialista pero tengo la desgracia inmensa de ser catalán, me parece una cosa bien razonable, y me da igual si es éticamente buena o mala, pues el orden del mundo no funciona según parámetros morales. Putin, así como el cuentachistes Zelenski, lucha por una idea de país y la defensa con tanques y resistencia: ganará, como siempre, quien se sacrifique mejor.

El deporte de comparar la independencia de la tribu al resistencialismo ucraniano o a la unilateralidad rusa es un pelín 'marciano'. Por mucho que nos hayamos documentado sobre el tema nos gana la víscera; servidor admira que Zelenski, en vez de declarar la soberanía de su país y huir a pasar el fin de semana con la familia por si acaso te meten en chirona, aguante con gallardía el embate de quien sabe qué lo puede arrasar. Y de Putin envidio que escarnezca la revolución de las sonrisas y apueste por la única cosa que importa en política; tener poder, mantenerlo y prolongarlo. Si alguna lección nos regalan las últimas semanas es que el mundo está a punto de iniciar una lucha entre los antiguos imperios teocráticos y las perfectibles democracias de Occidente. En cuanto a lo nuestro, sigo pensando que la defensa de la autodeterminación es la única herramienta que nos aleja por igual de la tiranía y la democracia a medias.

Dicho esto, espero que el retorno al régimen autonómico no implique que nos españolicemos (todavía más) entonando la mandanga del no a la guerra. A la guerra hay que decirle sí, primero porque es inevitable y, en segundo lugar, porque es la cosa más humana del mundo. Detened las cancioncillas de Lluís Llach y la poesía barata. Y si todavía tenéis tentaciones de decir burradas, recordad las palabras del maestro Bauçà: "Si fuéramos ángeles, que sería aquello más conveniente, no haría falta el armamento —atómico, químico, etc.—, pero dado que no lo somos, hay que armarse, cuánto más, mejor."