El único interés de la exposición Franco, Victoria, República. Impunidad y espacio urbano consiste en la ironía de evidenciar como una muestra que tenía la loable pretensión de explicarnos la impunidad de la imaginería franquista en las calles de Barcelona se ha convertido rápidamente en una especie de performance en qué la presencia de Franco decapitado en la calle ejemplariza la barra libre de la intervención ciudadana en el espacio público al más puro estilo pop art. Ayer mismo, mis queridos conciudadanos rodeaban jubilosos el fantástico caballazo de Viladomat, buscando ávidamente el último acto de vandalismo, en forma de cabeza de cerdo. Así admiraba servidor el cuadrúpedo sin nombre (porque el dictador no quería ceder protagonismo ni a los pobres animalitos), lleno de pintadas, alguna meada nocturna, con un adhesivo en el culo de la campaña Estima com vulgues de la plataforma de liberación socialista Endavant y un pequeño cartel que da la bienvenida a las refugiadas a los Països Catalans: los hombres, de momento, que se queden en Siria o que se hundan en el mar, por machistas.

Este ha sido el maravilloso hallazgo político de Ada Colau: regalar a Franco a los ciudadanos para que, justo delante del mausoleo del independentismo catalán, actúen con impunidad libertaria ante el dictador decapitado, reconfigurando la obra de arte franquista con eslóganes políticos o, directamente, vertiendo meadas. La nuestra hiper-alcaldesa es filósofa y sabe perfectamente que cuando se entrega un objeto simbólico a la calle todo el mundo se acerca con su particular mochila de valores morales, resentimiento incluido. ¡Poniendo a Franco ante el Born, Colau ha conseguido que los independentistas dieran la peor versión de sí mismos (ejemplarizada en aquellos memos de las JERC que humillaron vergonzosamente a las víctimas del dictador llamándoles Fascistas!) y que la Fundación Nacional Francisco Franco se indigne con los demócratas que no sólo decapitan a su ídolo sino que lo vejan con todo tipo de travesuras pictóricas y fecales. Como siempre, Colau se sitúa en medio de los extremos con una habilidad política de auténtico titán de la supervivencia.

¿Y dentro del mausoleo, qué pasa? Pues bien poca cosa, porque la exposición que ha ideado Manel Risques (antiguo Bandera Roja, compañero de fatigas de socialistas reconvertidos a la vida burguesa como Ferran Mascarell o Xavier Vidal-Folch) son cuatro plafones metálicos mal iluminados con una letra tan minúscula que cegará a nuestros octogenarios. El álbum de recortes del comisario, que incluye noticias de El Periódico o capturas de pantalla de Facebook, es sólo una colección de cromos destinada a mistificar la República como un espacio fraternal de prosperidad entre los pueblos de España y así equiparar el espíritu de los comunes a la herencia de Pi i Margall, de quien es suficiente con recordar cómo ya Francesc Pujols decía que el hombre se paseaba tanto por Madrid que había olvidado la sintaxis catalana. La instalación de Risques no nos interpela sobre la vida de espíritus versátiles y conversos como el de Frederic Marés, ni estimula a un debate sobre el espacio público en relación con las obras de arte, ni mucho menos ayuda a ver la historia en su infinita complejidad.

Pero por todo eso Colau ya tiene a su dictador decapitado que aguanta post-mortem y estoico el vandalismo de los hombres libres. Gracias a la estatua, Colau ha conseguido crear un debate público de máximo y momentáneo estrés con el que el barcelonés inflamado se olvidará de mandangas como la Barcelona Meeting Point o la moratoria de licencias en Ciutat Vella. Ni el mismo Franco tenía tanta habilidad dominando el mensaje político. Una vez más, hiper-alcaldesa, le profeso incondicional admiración. ¡Un Franco pop, qué tía más lista!