Juan Carlos I y Felipe González son los dos genios más brillantes e indiscutibles que ha parido la política española moderna. Aquello que diferencia un estado de una simple tribu es su capacidad de salvar el cinismo, inherente a la gestión de la cosa pública. Felipe toleró (e incluso promovió) el terrorismo de estado contra ETA, en un tiempo en el que los miembros de la banda campaban libres por el mundo, y Juan Carlos supo empujar a las elites franquistas hacia la imperfecta democracia española para así asegurar la pervivencia de la corona parlamentaria en un país de nostalgia republicana y cesarista. Todo gran estado y todo gran gobernante esconde una altísima cuota de miseria, y ahí me tenéis al estupendo Nobel Barack Obama regalando lecciones de paz mundial (cuando el 44th mató a mucha más gente y puso a los Estados Unidos en muchos más conflictos armados que George W. Bush y Donald Trump juntos) o a Aung San Suu Kyi, que ha transitado de mártir pacifista a tolerar genocidios como quien pasa del café a la tila.

Juan Carlos no es mi monarca, porque en casa siempre hemos soñado con tener reyes catalanes, pero su contribución a la causa internacional del país que representa, y por la cual ha cobrado merecidísimas comisiones, sólo la pueden negar los analfabetos. Cuando el independentismo se enfada por la foto de Juan Carlos con Mohamed bin Salman, príncipe júnior de Arabia Saudita, ello significa que la tribu continúa sin entender las mínimas formas de cortesía entre jefes de estado mundiales. El príncipe en cuestión no podría estar más lejos de cualquier soberano que yo desearía para mi pueblo, pero Juan Carlos debe saludarlo porque hacerlo es el gesto que se espera de dos países aliados, por fétidos que sean sus contratos. Si los catalanes fuéramos tan quisquillosos con nuestros políticos ―que nos han engañado y utilizado mucho más que Juan Carlos, aprobando leyes que sabían inaplicables y promoviendo un proceso que sabían fraudulento de antemano― la salud mental de la tribu mejoraría radicalmente. Pero, ya se sabe, sale más a cuenta enervarse con el monarca.

No te preocupes tanto por la foto del rey, conciudadano, y piensa más en la fotografía de Lluís Llach redactando la constitución de la nonata República Catalana. No te indignes con los viajes del monarca, querido compañero, y piensa en la fotografía de Carles Puigdemont, gallardo y desafiante en sus aspiraciones de desobediencia, con las resoluciones en las que el Tribunal Constitucional español le advertía de las consecuencias penales de sus acciones. No te ensañes con el rey y sus putitas, estimado compatriota, y piensa en la fotografía de la Crida, es decir de Convergència, pidiéndote diez euracos a fondo perdido tras haberte robado con el 3% mucho más que lo que te ha sacado la monarquía española. Si quieres indignarte con fotos, ilustre colega de fatigas, recupera el álbum del Tricentenario, de las runas del Born con el comisario Torra y del Consell Assessor per a la Transició Nacional. Si quieres enfadarte, compadre, créeme que tienes toda una manada de instantáneas que te cabrearán mucho más que la del rey cojo.

Qué envidia, mireusté, los estados que todavía pueden regalar un cinismo de primera a su ciudadanía.