Desde la aparición del bichito de Wuhan a nuestras vidas, los aparatos ideológicos de los estados occidentales han desarrollado el arte de gestionar el miedo de enfermar o diñarla como una de las excusas más creativas a la hora de hacernos (todavía más) obedientes. Bajo el entoldado de las advertencias de epidemiólogos y de otras eminencias, los conciudadanos nos hemos encerrado en casa, hemos salido a hacer running a una hora bien determinada y finalmente, aunque eso de contagiarse al aire libre parezca tan probable como nos toque el Gordo, también hemos acatado el sueño tórrido del islamismo machista y vamos por el mundo con la cara tapada. A pesar de sufrir exclusivamente aquello que los cursis denominan first world problems, el hombre contemporáneo ha aprendido a carretear el estrés del ahogo facial con creatividad, y todo aquello que antes nos indignaba ahora ya lo comercializamos y le ponemos colorines.

El estrés del miedo tiene un límite y los estados lo modulan con bastante inteligencia como para asediarnos sin que acabemos esquizofrénicos. Sólo así se pueden disparar eslóganes de naturaleza contradictoria como el de quedarse en casa y fomentar el turismo autóctono (como si yendo a Riudellots de la Selva tuviéramos menos probabilidad de cascarla que viajando a Nueva York) o eso tan creativo de evitar cualquier reunión de más de diez personas mientras se nos asegura que el sector cultural podrá subsistir. El sistema tiene un doctorado en contrastes y al miedo del contagio ahora se le ha sumado un fenómeno igualmente estresante pero de naturaleza más sutil: la gestión de la esperanza, que se basa primordialmente en mantenernos en un estado de perpetua comezón informativa esperando el descubrimiento de la vacuna milagrosa o de cualquier avance científico que determine una mínima mejora vital.

Hace unos meses, los epidemiólogos habían monopolizado la catalanísima figura del hombre de juicio de la tribu para reñirnos diariamente sobre todo aquello que podíamos o no podíamos hacer. Todos recordaréis la lucha encarnizada entre los partidarios del doctor Trilla y Oriol Mitjà, y cómo parecía que nuestros hombres de bata blanca se encontraran en una perpetua carrera de ser más duros en sus advertencias para infantilizar a la sociedad. Como si se tratara de una conversión mística, ahora los científicos se han disfrazado de hombre anuncio y aparecen diariamente en la radio para retransmitir en directo su proceso de investigación. En eso, no hay duda, sobresale como nadie nuestro querido doctor Clotet que, en sus prédicas a los medios, es capaz de hilar un discurso científico impecable mientras, a cada sintagma sobre el bicho, añade como quien no quiere la cosa una completa lista de sus mecenas y sponsors.

La dialéctica del ciudadano apto/no apto (a saber, el ciudadano que ya se ha testado del virus y, consecuentemente, del que es portador o no) servirá para urdir un nuevo tipo de clase social diferenciada

El estrés de la esperanza aparece como el reverso del miedo pero revestido del áurea monacal del progreso. El mismo Clotet avisaba ayer a los oyentes de RAC1 de que está trabajando con un test capaz de dirimir si somos portadores de la Covid-19 en poco más de media hora, insistiendo en el hecho de que eso permitiría que el público pudiera plantearse volver masivamente a teatros, salas de concierto e incluso estadios. Es del todo sintomático que a nadie le terrorice la visión de centenares de espectadores ordenaditos y en fila india haciéndose un test antes de ir a escuchar los versos de Shakespeare en el Teatre Nacional. Nos hemos vuelto tan sumisos, que, si hubiera que formar parte de esta performance ciertamente sórdida, nos prestaríamos sólo por el gusto de que la ciencia nos designe como aptos y así podamos retornar a los actos dignos de naturaleza comunitaria. Imaginad la escena, y quien no tenga miedo es que no es humano.

Así como el miedo ha sido la excusa para inmovilizarnos y para tener nuestros niños cerrados en casa como si fueran ganado durante meses, la dialéctica del ciudadano apto/no apto (a saber, el ciudadano que ya se ha testado del virus y, consecuentemente, dl que es portador o no) servirá para urdir un nuevo tipo de clase social diferenciada. Después de los atentados del 11-S, nuestra forma de ir por el mundo se transformó y ahora ya no nos exclamamos de que la práctica totalidad de aeropuertos escondan escáneres de rayos ultravioletas que nos fotografían el cuerpo insertándose en nuestra privacidad como antes sólo lo hacían los servicios secretos estatales. Que nadie se sorprenda si en breve la categoría de apto/no apto, vacunado/no vacunado, crea una nueva distinción social que se toma como pauta socioeconómica en ámbitos como el laboral o el académico. Si el mundo se adapta a nuestras distopías como hasta ahora temed lo peor y lo acertaréis.

Agotado el miedo, ahora toca entrar en la fase del estrés de la esperanza. Cuidado con cómo se gestionan vuestros anhelos y ojo a las innovaciones de la ciencia, que a menudo pueden esconder esclavitudes. Si no me creéis, mirad quiénes son los mecenas de algún lumbreras científico y os subirá la presión de repente...